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Autor: Wolfgang Bühne

Jesús comienza su ministerio público, cuando es bautizado en el Jordán. Y es allí que vemos al Creador y Sustentador de todo ser viviente, comenzando con humilde oración el difícil camino que terminará en la cruz del Gólgota.


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PE2279 – Estudio Bíblico
Jesús comenzó su ministerio orando (5ª parte)



Amigos, un gusto estar nuevamente junto a ustedes. Veníamos dando respuestas a la pregunta: ¿Qué podemos aprender de nuestro Señor en el sentido de cómo Él practicaba la oración?
Habíamos llegado al punto cuatro. Que es:

Si puedes, búscate o hazte un lugar donde puedas orar regularmente.

De nuestro Señor Jesús, leemos que tenía la costumbre de retirarse al Monte de los Olivos. A veces, incluso, dormía allí, y allí también tenía un sitio determinado donde acostumbraba orar (Vemos todo esto en Lucas 21:37 y 22:39 al 40).

Naturalmente, nuestra vida de oración no debe depender de nuestro entorno. No obstante, puede ser de ayuda tener un lugar que nos sea familiar, donde no puedan distraernos el teléfono móvil o fijo, el internet, y los muchos aparatos o circunstancias, para poder hallar la calma interior y exterior, para derramar nuestro corazón ante Dios, o adorarlo.

John Piper, nuevamente nos da valiosos consejos:
“No pienses que el lugar tiene que ser cómodo. Porque: un lugar cómodo nos invitará a dormirnos. Tiene que ser un cuarto separado para que nada te distraiga y para que puedas hablar en alta voz, cantar y llorar. Tarde o temprano llorarás – cuando luches por el alma de tu hijo adolescente, o pelees por tu matrimonio, o trabajes arduamente por acabar con el orgullo en tu vida. Tienes que estar solo.”

David Brainerd, fue uno de los primeros misioneros que se atrevió a ir solo a las tribus de indios de América del Norte, para aprender su lengua, vivir entre ellos y predicarles el Evangelio. Durante su corta vida sufrió de varias enfermedades. Tuvo temporadas de gran desaliento, vivió recaídas en su trabajo, pero también períodos de bendecido avivamiento.

Su diario es el legado que nos ha dejado, y para muchos misioneros ha sido y es un reto decisivo para dedicar su vida al Señor. Es un testimonio de cómo este hombre practicó una vida de oración intensa. Él también tenía un lugar en el bosque donde acostumbraba ir y orar. Su diario nos lo cuenta:

“28 de junio de 1744: – Pasé la mañana leyendo varios pasajes de la Sagrada Escritura y en ferviente oración a favor de los indios, para que Dios estableciera Su Reino en medio de ellos y los hiciera entrar a Su Iglesia. Hacia las nueve me retiré a mi lugar acostumbrado en el bosque, y allí disfruté de nuevo de alguna ayuda en la oración. Mi gran preocupación era la conversión de los paganos a Dios y el Señor me ayudó a implorar a favor de ella.
Hacia el mediodía fui cabalgando hasta el poblado de los indios, a fin de predicarles, y en el camino mi corazón se elevó a Dios en oración a favor de ellos. Pude decirle libremente a Dios que Él sabía que la causa en la cual estaba ocupado no era mía, sino que era Su propia causa, y que sería para Su gloria la conversión de los pobres indios.”

De Brainerd se cuenta también la siguiente historia:
Brainerd sentía que debía llevar el Evangelio a una tribu salvaje de indios que habitaban en los bosques casi impenetrables para los demás hombres de aquel tiempo. Los amigos del misionero le dijeron que era cierto que jamás volvería con vida; con todo, él resolvió ir.

Llevó consigo una pequeña tienda de campaña en la que dormía. Después de muchos días de viaje se acercó al pueblo o campamento principal de la tribu, y entonces se detuvo para orar a Dios y suplicar la bendición Suya sobre los indios a los cuales deseaba llevar el Evangelio de salvación. El misionero creía que ningún ojo lo veía sino el de Dios; pero los cazadores indios lo habían visto cuando plantaba su tienda y se apresuraron a ir al poblado para informar al jefe de la tribu que un hombre blanco estaba cerca.

En seguida se celebró un consejo y se acordó que el hombre blanco debía ser muerto, y desollado su cráneo, costumbre que tenían los indios con los enemigos que mataban. Acto seguido cierto número de indios fueron al lugar donde el misionero había ido, y aguardaron a corta distancia en acecho esperando el momento cuando vieran salir al hombre blanco de la tienda. Pero, como Brainerd continuaba largo tiempo en oración a Dios, los indios perdieron la paciencia, se acercaron a la misma tienda, y mirando de soslayo lo vieron de rodillas y creyeron oírlo hablar con alguien, por lo cual no se atrevieron a hacerle ningún mal.

En aquel momento, vieron que una gran serpiente de cascabel lentamente metía su cabeza por debajo de la tienda del misionero, y vieron cómo se irguió para acometerlo, disponiéndose para clavar sus colmillos en su cerviz. De repente, la terrible serpiente se retiró como si obedeciera a una consigna divina, desistiendo de su atentado mortal, y se escurrió por el lado opuesto por el que había entrado en la tienda. Los indios se quedaron pasmados, y lentamente se retiraron para juntarse con sus compañeros y contarles todo lo que habían visto.

Entretanto Brainerd estaba tan entregado a la oración, que nada sabía de la visita de la serpiente, ni de los cazadores que habían ido para matarlo. Le parecía a él como si oyese a Dios que le decía: «Mi rostro irá contigo». Se levantó de la oración y tomó el camino hacia el pueblo, llevando su Biblia en la mano. Para sorpresa suya vio a todo el pueblo salir a su encuentro, pero no para matarlo sino para saludarlo. Lo recibieron con el mayor respeto, como teniéndolo bajo la protección del Gran Espíritu, y convencidos de que, en lugar de mostrarse hostiles a un hombre a quien Dios había guardado del veneno de la serpiente de cascabel, debían hacer la paz con él. Escucharon su predicación y algunos de ellos mostraron disposición de hacer caso de sus súplicas, por las que les exhortaba que se reconciliasen con Dios, aceptando la salvación por medio de Jesucristo. En los días siguientes vio cómo la tribu fue transformada por medio del evangelio de la gracia de Dios, y cómo ésta obedeció al evangelio con una fe genuina.

Adoniram Judson, primer misionero en Birmania, tuvo que sufrir oposición, enemistad y odio increíble por parte de los birmanos. Fue torturado, flagelado y querían dejarlo morir de hambre. Fue enjaulado como un animal y ya estaba decidida la fecha de su ejecución. Pero él tenía en la jungla una pequeña cabaña, adonde se retiraba a veces durante días enteros para recibir nueva confianza, nuevo gozo y nuevas fuerzas en la soledad delante de Dios.

Este misionero experimentado en el sufrimiento transmitió algunos consejos a sus compañeros de armas en la obra misionera:
“Organiza tu trabajo de tal forma que sin problema puedas dedicar dos o tres horas diarias no sólo al tiempo devocional general, sino especialmente a la oración personal y a la comunión con Dios… Sé consecuente cuando se trate de la causa de Dios. Sacrifícate donde puedas, para poder tener tus horas de oración. Piensa que tu tiempo es corto y que el trabajo y el entorno no deben robarte a tu Dios.”

Leemos en la biografía del conocido predicador y autor Aiden Wilson Tozer, que gran parte de su amplio tiempo de oración lo pasaba en la oficina de su iglesia. Sus únicos acompañantes eran su Biblia y sus himnarios: “Colgaba el pantalón de su traje cuidadosamente en una percha y se ponía su jersey y su “pantalón de oración” roto y se sentaba un rato en su sofá anticuado… Después dejaba el sofá y se ponía de rodillas y al final se echaba en el suelo con la cara para abajo y cantaba himnos de alabanza al León de Judá.

Nadie tenía la osadía de molestarlo en estos ratos de comunión íntima con Aquel a quien amaba su alma. Pero, alguna vez, uno de sus cercanos subía las escaleras a su oficina y lo veía accidentalmente en el sofá o en el suelo – donde no se enteraba de nada de lo que sucedía a su alrededor… Y más de uno relató que Tozer lloraba o gemía, con la cara hacia abajo, sobre su vieja alfombra.”

Puede que califiquemos estas costumbres como “manías” o extravagancias y movamos la cabeza perplejos; no obstante, son un testimonio de su familiaridad con Dios y de un anhelo por tener comunión con el Señor, lo cual hoy en día (lamentablemente, agregamos nosotros) es una cosa casi desconocida.

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