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Autor: Esteban Beitze

¡Dejemos que el Señor también en nosotros pueda despertar esta carga por las almas perdidas y necesitadas! ¡Que no seamos insensibles frente al dolor o las cargas ajenas! ¡Que no seamos impedimento para que las almas se puedan acercar a Cristo


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PE2930 – Estudio Bíblico
El llamado de Eliseo (27ª parte)



La espiritualidad esperada

Estamos meditando en el caso de la muerte del hijo de la sunamita. Esta historia la encontramos en 2ª Reyes 4:18-37. Cuando la sunamita se estaba acercando al monte Carmelo, Eliseo la reconoció de lejos y envió a su siervo a preguntar por el estado de cada miembro de la familia. Leemos en el versículo 26: “Te ruego que vayas ahora corriendo a recibirla, y le digas: ¿Te va bien a ti? ¿Le va bien a tu marido, y a tu hijo? Y ella dijo: Bien”. Estas palabras fueron dichas al siervo de Eliseo. Obviamente le llamó la atención encontrar esta mujer sola, sin su esposo e hijo. Era un hombre con una sensibilidad especial. Estaba realmente interesado en el estado de los que le rodeaban como se puede observar también en otras historias.

A la pregunta de Giezi, la mujer da la escueta respuesta: “Bien”. ¡Cuánto dolor se puede esconder detrás de una respuesta así! ¡Cuántas veces damos una respuesta similar o la recibimos de otras personas a las que se pregunta por su estado! A veces simplemente es una respuesta rutinaria a la pregunta: “¿qué tal?” En realidad, no se espera otra. Es más bien un saludo que un interés de comentar lo que realmente sucede. En algún caso, también puede darse esta respuesta, porque se sabe de antemano que la persona a la que se devuelve el saludo no puede hacer nada o no es digna de confianza al respecto de lo que sucede. Otras veces esta respuesta se da simplemente para no exteriorizar lo que realmente está sucediendo.

Recuerdo una vez que le pregunté a un hermano al cual no veía bien. Él me contestó: “Bien”. Yo me quedé con esta respuesta y no pregunté más. Luego, camino a casa, mi esposa me comenta que veía mal a este hermano. Me aconsejó llamarlo. Llegados a casa, lo hice y ahí me contó llorando un gran problema personal. Estuvimos hablando tres horas. Yo me había quedado con el “bien” de su respuesta, pero que escondía una triste realidad.

Pero volviendo a este encuentro con Giezi, en el oriente, cuando se saludaba, se solía preguntar por la familia y la charla se extendía un buen tiempo. Pero en este caso, Giezi sólo recibió un monosílabo como respuesta de la mujer. Esto parece haberle ofendido. Cuando la sunamita llegó a donde estaba Eliseo y “se asió de sus pies” (v.27), Giezi enseguida “se acercó…para quitarla”. Acá vemos una actitud típica de la persona que se cree algo, y no recibió el honor o reconocimiento que supuestamente se merece. Bien podría ser que Giezi ya se estaba imaginando seguir el ministerio público de su amo como en su momento lo había hecho Eliseo después de servir un tiempo al profeta Elías. Quizá suponía que podía haber una línea sucesoria. Podría cobrar la fama como sus antecesores. Pero con su actitud estaba impidiendo que la mujer pudiera descargar su alma atribulada en la presencia de Dios. Esto se repite muy a menudo. Allí estaba un Zaqueo, despreciado por ser pequeño, pero, sobre todo, cobrador de impuesto, al que el gentío no dejaba acercarse a Cristo. El ciego Bartimeo clamaba: “¡Jesús, Hijo de David, ten misericordia de mí!” (Mr.10:47). En lugar de ayudarle a acercarse al Señor, la gente le reprendía y ordenaba que se callara. Incluso los discípulos querían impedir que los niños fueran bendecidos por Jesús.

Esto suele darse continuamente. Cada vez que una persona quiere venir con su pecado, con su angustia o necesidad a Cristo, puede aparecer algún “Giezi” para estorbarle. El enemigo es muy consciente lo que esto podría provocar de bendición en el necesitado, y, como vino para matar, robar y destruir, entonces busca poner estorbos para que la persona no encuentre la paz para su alma. Los siervos soberbios, son una herramienta muy útil para su estrategia. Otras veces es el propio esposo o la esposa, los que impiden que el cónyuge o los hijos se acerquen a Cristo o se involucren más en la obra de Dios. A veces son creyentes que, por su carnalidad, son un impedimento al crecimiento y la madurez de creyentes nuevos en la fe. ¡Qué terrible será el castigo! ¡Que nunca seamos encontrados siendo un impedimento para el obrar del Señor en alguna vida! Seamos como Andrés. Él no se destacó por mensajes impactantes, grandes viajes misioneros o haber escrito algún libro de la Biblia. De hecho, sólo aparece en tres ocasiones, pero en las tres, con una actitud justamente opuesta a Giezi. Él acercaba las personas a Cristo. Al primero que acercó fue a Pedro. Ya con esto nos hubiera alcanzado para ver la trascendencia que tuvo para la obra de Dios. Luego acercó al muchacho con los cinco panes y dos peces a Jesús, y se convirtió en punto de partida de uno de los milagros más reconocidos del Señor. También fue Andrés que acercó al Señor a unos griegos que querían conocer a Cristo. Como vemos, no se debe tener gran erudición, dones espectaculares o una posición de trascendencia. Lo que se requiere es una vida entregada al Señor, que vive en integridad y tiene los ojos abiertos para las necesidades de los demás.

Volviendo a nuestra historia, vemos que Eliseo en seguida frena a su siervo diciendo: “Déjala, su alma está en amargura”. Se dio cuenta que tenía una gran angustia. ¡Eso sí que es tener discernimiento espiritual! Me preguntaba si también nosotros tenemos esta sensibilidad espiritual. Existen tantos con el alma cargada por abandonos, traumas, rencores, depresiones, abusos, enfermedades, problemas económicos, pérdidas de seres queridos, caídas en pecados y tantas cosas más. Pero Dios nos llama a levantar a los caídos, sanar los heridos, animar, corregir, ayudar en innumerables áreas. Esto sólo lo podremos hacer si tenemos esta sensibilidad espiritual que se forja en la comunión con el Señor. En un contexto de pruebas y disciplina divina, la Biblia dice: “Por lo cual, levantad las manos caídas y las rodillas paralizadas; y haced sendas derechas para vuestros pies, para que lo cojo no se salga del camino, sino que sea sanado” (Hb.12:12). Creo que sería una buena tarea para nosotros hoy preguntarle a alguien a quien ya no vimos por un buen tiempo cómo se encuentra. Quizás tengamos una oportunidad de ayudar de alguna forma, pero sobre todo llevar a alguien a la presencia de Dios.

En el caso de la sunamita, ella sólo abriría su corazón al profeta de Dios. Se daba cuenta que era el único que le podía ayudar. Ahí nos podemos preguntar ¿se nos acercan las personas por ayuda? ¿Notan en nosotros esta sensibilidad, esta espiritualidad?

Aparte de su sensibilidad, esta historia nos demuestra que Eliseo también tenía discernimiento espiritual. Cuando la sunamita se aferró de los pies de Eliseo, él se dio cuenta de que ella tenía un profundo dolor en el alma. Todavía no sabía cuál era, pero se enteraría enseguida.

Al meditar en esta actitud, recordé a otro líder espiritual, pero que, a diferencia de Eliseo, carecía de discernimiento espiritual – el sumo sacerdote Elí. Aparte de ser sumo sacerdote también era juez, o sea, el líder político de su tiempo. Pero ¡qué diferencia demostró en una situación similar (1S.1)! En ese caso había una mujer llamada Ana, que oraba a Dios con una profunda angustia por el gran dolor y necesidad que era la falta de un hijo y el desprecio que sufría por ello. Pero Elí consideró que estaba ebria (1S.1:12-14). Era un líder espiritual sin discernimiento. En cambio, con Eliseo, tenemos a uno, que sí lo tenía. ¿Cuál sería la razón para la diferencia entre ambos? La respuesta es muy fácil. Elí toleraba el pecado de sus hijos en medio del templo. Se había vuelto cómodo y glotón (1S.2:29). No encaraba el pecado en otros ni en sí mismo. Se gozaba en laureles marchitos de una posición de por vida, pero se descuidó de su comunión diaria con Dios al que exteriormente todavía servía. Ya no había palabra de Dios que le llegara (1S.3:1). La comunión se había interrumpido.

En contraposición a Elí, también tenemos la vida de Abraham. Llegó el punto que Dios al querer destruir las ciudades de Sodoma y Gomorra se le acerca y dice: “¿Encubriré yo a Abraham lo que voy a hacer?” (Gn.18:17). ¿Qué hace Abraham? Empieza a interceder por ellas una y otra vez. Allí había un hombre al que Dios podía trasmitir sus cargas y él empieza a interceder. Dios busca personas con las cuales pueda compartir sus cargas. Pero encuentra muy pocas. En un momento Dios se lamenta y dice por el profeta Ezequías: “busqué entre ellos hombre que hiciese vallado y que se pusiese en la brecha delante de mí, a favor de la tierra, para que yo no la destruyese; y no lo hallé” (Ez.22:30). ¿Nos encontrará a nosotros?

Otro personaje con un sentir espiritual fue Moisés, que intercedió en forma sacerdotal por el pueblo después del pecado con el becerro de oro. Dios estaba listo a consumirlos, pero Moisés estaba dispuesto a ser quitado del libro de la vida, con tal de salvar a su pueblo. Obviamente, esto era imposible, pero vemos el dolor, la preocupación y amor por su pueblo.

Podemos nombrar un caso más. El apóstol Pablo con el mismo sentir que Moisés, escribe en Romanos 9:1-4a: “Verdad digo en Cristo, no miento, y mi conciencia me da testimonio en el Espíritu Santo, que tengo gran tristeza y continuo dolor en mi corazón. Porque deseara yo mismo ser anatema, separado de Cristo, por amor a mis hermanos, los que son mis parientes según la carne; que son israelitas…”. A pesar de que Cristo lo era todo para el apóstol, por amor a su pueblo, su salvación, estaría dispuesto a estar separado de Él.

Dios busca este tipo de personas a las cuales les puede trasmitir sus cargas, las que interceden, las actúan a favor de los perdidos, de los necesitados, angustiados y caídos.

Volviendo a Eliseo, encontramos a un hombre que en su juventud decidió poner a Dios en el primer lugar de su vida. (1R.19:19-21). Y así se hizo un hombre absolutamente espiritual y sensible a las necesidades de otros. Que Dios pueda producir esto también en nuestras vidas. Dejémonos despertar para ver las almas perdidas y necesitadas. ¡Dejemos que el Señor también en nosotros pueda despertar esta carga por las almas perdidas y necesitadas! ¡Que no seamos insensibles frente al dolor o las cargas ajenas! ¡Que no seamos impedimento para que las almas se puedan acercar a Cristo, sino al contrario que seamos como Andrés y las acerquemos! Críticos hay de sobra, pero lo que Dios busca es sacerdotes. ¿Nos dejamos llamar? ¿Estamos dispuestos a llevar las cargas los unos de los otros? (Gá.6:2).

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