Cuando Dios llama dos veces: Un llamado a la lucha (31ª parte)

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Autor: Eduardo Cartea Millos

Pedro siempre era el primero en todo. Amaba al Señor más que todos, pensaba. Él tuvo que aprender a los golpes que no podía depender de sus propias buenas intenciones. Hallaría seguridad en la lucha en el doble llamado del Señor.


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PE2876- Estudio Bíblico
Cuando Dios llama dos veces (31ª parte)



Un llamado a la lucha

Hola, un gusto de estar nuevamente con usted.

Recordando el atentado a las Torres Gemelas aquel 11 de septiembre de 2001, el presidente de los Estados Unidos de Norteamérica George W. Bush dijo en un discurso estas significativas palabras: “Estamos combatiendo contra un enemigo sin rostro”.

Simón Pedro es otro de los hombres que recibió un llamado especial, doble de parte del Señor. El Evangelio de Lucas 22 nos presenta un diálogo con Jesús en el cual el Señor le recuerda su lucha espiritual. Una lucha contra el enemigo del creyente y su red maligna de seres espirituales. Un enemigo “sin rostro visible”, pero real. Efectivamente, Jesucristo le anticipa esa lucha que no solo era una realidad en su vida, sino en la vida de todos aquellos que confiamos en él como nuestro Salvador.

Si hay un hombre en la Biblia con el cual simpatizamos es con Pedro. Simón Pedro. No hay creyente que no se sienta identificado con su personalidad. Con su forma de ser. Con sus caídas y sus triunfos. Con sus derrotas y sus victorias. Con sus momentos de entusiasmo espiritual y aquellos en los cuales le vemos llorar amargamente. Es el discípulo emocional, impetuoso, algo pagado de sí mismo, pero al mismo tiempo sincero, auténtico, y creyente genuino.  

Pedro es el mismo que es honrado por el Señor con aquel: “Dichoso eres, Pedro”, y que es casi inmediatamente después reprendido por Jesús, diciéndole: “Apártate de mí, Satanás, porque me eres tropiezo”. Es el mismo que anda sobre la mar, y que sucumbe ante el temor clamando: “¡Señor, sálvame!”. Que pide al Señor sobre la cima del monte de la transfiguración: “Quedémonos aquí”, sin saber lo que decía; que le dice lleno de orgullosa autosuficiencia: “Nunca te negaré”, o implora humillado a sus pies: “Apártate de mí, Señor, que soy un hombre pecador”.

Pedro, el inefable Pedro.    

En este caso está junto a los discípulos y Jesús, en Jerusalén, el día de la fiesta de Pascua. Juan se explaya en su evangelio, desde el capítulo 13, sobre aquella noche memorable en el aposento alto.

Es precioso ver algunos rasgos de su admirable persona, sus gloriosos atributos y sus profundos sentimientos. Su presciencia, pues sabía “que su hora había llegado para que pasase de este mundo al Padre”. Su pertenencia, pues estaba con “los suyos que estaban en el mundo”. Su permanencia, pues como los había amado “los amó hasta el fin”.

Pero también es destacable su servicio humilde, lavando los pies a sus discípulos, como lo haría un esclavo con los huéspedes en la casa de su amo. Enseñando a Pedro la gran lección de la santidad necesaria para una comunión estrecha con él y el gran ejemplo de Aquel que siendo el Señor y el Maestro, hacía lo que debemos hacer unos a otros aquellos que somos suyos.

Luego, mientras en la penumbra del Sanedrín los principales sacerdotes junto con los demás religiosos urdían el plan del arresto, el juicio y la muerte del Salvador, él mismo y sus discípulos participarían de la Pascua, en una mezcla del gozo del recuerdo y la angustia de lo que el alma santa de Jesús presentía. En efecto, las luces titilantes de las velas iluminaban la mesa baja con los alimentos de la cena pascual y los cojines en los que se reclinaban Jesús y los suyos. El pan sin levadura, las hierbas amargas, las cuatro copas de vino, el cordero. En esa hora, y tal vez, sin entenderlo sus discípulos, se unían la figura del antiguo cordero pascual con la realidad del Cordero de Dios que sería sacrificado sobre el altar de la cruz.

Y, en medio de la celebración, el sublime discurso del Señor. El último antes del Calvario.  

Les daría el nuevo mandamiento de amarse unos a otros, como él los había amado. Les hablaría de las moradas que iba a preparar a la casa del Padre; de su poder y presencia; de la necesidad de estar unidos él, la vid verdadera para llevar mucho fruto; del ministerio del Espíritu Santo que quedaría en su lugar cuando fuera glorificado, y de la promesa cierta de su regreso.

Luego, alzando sus ojos al cielo, pronunciaría aquella monumental oración intercesora en favor de los suyos que registra el evangelio de Juan capítulo 17: “Padre, que sean uno”...

 Al fin, instituye la Cena del Señor, que quedará como una celebración dominical por los siglos, en su memoria y hasta su prometido retorno. El pan partido, como lo sería su cuerpo herido en la cruz. La copa de la comunión del nuevo pacto en su sangre derramada en el Calvario. Y su mandato que suena como un conmovedor pedido de permanente recordación: “Haced esto en memoria de mí”. 

Estaban a pocas horas de la traición de Judas, el arresto, el juicio y el final padecimiento de su muerte en el Gólgota. Y antes de cantar el himno, probablemente el salmo 118 y salir de la antigua ciudad de Jerusalén por la puerta oriental para internarse en el huerto de Getsemaní y elevar su agónico clamor al Padre, se produce el encuentro con Pedro del que da cuenta nuestro pasaje.

Justamente Judas ya se había ido, internándose en la oscuridad de la noche con su monólogo de traición en el alma a planear su entrega, después que Jesús le diera en prenda de amistad el bocado de pan con hierbas amargas mojado en la salsa llamada jaroseth. Y allí, de sobremesa, mientras en el silencio del alma del Salvador la angustia por el Gólgotha y la carga de pecado y de juicio divino que caería sobre él crecía como una negra sombra, los discípulos se entretenían disputando en un fuerte altercado entre ellos “quien era el mayor”, es decir, el principal, el más importante.

El tierno corazón del Señor, que oiría con un dejo de tristeza a sus discípulos discurrir y hasta discutir como niños malcriados hasta el enfado semejante banalidad, no solo les da una nueva enseñanza de humildad, sino que, además, en su gracia insondable, les da promesas para compartir lugares de privilegio en su reino.

Y fue en ese momento que habla con Pedro, probablemente el que en la discusión pretendía ser el principal del grupo, y, conociendo por anticipado sus próximos pasos, su vergonzosa negación, le llama dos veces por su nombre. En este llamado que solo registra Lucas, imagino dicho en tono suave, lento y penetrante, hay una evidente ternura, por entender la fragilidad humana de su discípulo, pero también un desafío por hacerle ver el conflicto que debería, enfrentar en su vida con el adversario y las certeras posibilidades de victoria apoyadas en Su poder intercesor. 

“Simón, Simón, he aquí Satanás os ha pedido para zarandearos como a trigo, pero yo he rogado por ti, que tu fe no falte”.

Era un mensaje directo al corazón de su impulsivo discípulo. Y le dice: “¡mira!”, “¡fíjate bien!”, “presta atención”. Era una advertencia seria y digna de recordar; digna de tener cuidado. Es curioso que le llama Simón, y Simón significa “el que oye”. Debía hacer honor a su nombre escuchando atentamente la exhortación del Señor.

Notemos, además, que el conflicto no era solo para Pedro sino para todos los discípulos. El Señor lo dice en plural: “os ha pedido para zarandearos como al trigo”. Allí estaban los once discípulos. Ya no estaba Judas, porque él no era “trigo”, sino “cizaña”.

Aquellos que somos –por la gracia de Dios– verdadero trigo, tenemos, como aquellos discípulos, ese mismo conflicto. “En el mundo tendréis aflicción –dijo Jesús–…”.

La palabra usada para el verbo “pedir” es muy enfática y es la única vez que ocurre en el Nuevo Testamento. No es solo pedir; no es un ruego; es una demanda, un reclamo, casi una exigencia.

 “Quizás nosotros habríamos esperado que Jesús le dijera: “No voy a permitir que Satanás te zarandee”. Pero no lo hizo. Más bien le dejó saber a Pedro que le había dado a Satanás el permiso que buscaba. Él le permitiría al diablo probar a Pedro (como Dios hizo en el caso de Job). Lo que dijo, en esencia, fue: “Voy a dejar que lo haga. Voy a dejar que Satanás conmueva los mismos cimientos de tu vida. Luego lo voy a dejar que te zarandee en el viento hasta que no quede nada sino la realidad de tu fe”. Y le aseguró que su fe sobreviviría a la prueba”.

Y la idea es pedirlos para sí, para poseerlos bajo su poder. Hay una solapada intención en este pedido del adversario. Su demanda es para “tamizarlos”, para hacerles caer, para hacerles daño, para ver qué queda de su fe y destruirla, si fuera posible. 

El conflicto no fue solo para Pedro y sus compañeros. También nos alcanza a nosotros. Satanás también nos pide a nosotros.

¿Por qué?  Porque quiere dañarnos, vencernos, hacer que nuestra fe claudique. Nos pide también ¡porque no somos suyos! Porque ya no le pertenecemos. Somos del Señor. Pertenecemos al reino de Cristo, y Satanás ya no tiene derecho alguno sobre nosotros. Podemos decir como dijo el Señor: “él no tiene ningún dominio sobre mí”. Porque, además, él no va a hacer nada en contra nuestro que Dios no permita.

Seguiremos viendo a Pedro en nuestro próximo encuentro.

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