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Autor: Eduardo Cartea Millos

Cuando Moisés oyó el llamado de Dios: “Moisés, Moisés”, estaba pisando tierra santa. Cuando venimos a la presencia de Dios en oración, en adoración, en el culto, venimos a un lugar santificado porque Dios está allí.


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PE2861- Estudio Bíblico
Cuando Dios llama dos veces (16ª parte)



Otros requisitos del líder espiritual

Hola. Estamos viendo con usted la vida de Moisés, y el llamado que recibió de parte de Dios para cumplir un monumental proyecto: liberar de la esclavitud al pueblo de Israel, de manos de Egipto. Moisés pasó 40 años en el palacio real, como hijo adoptivo de la princesa Hat shep-sut, hija del Faraón Tutmosis I. Y otros 40 años en el desierto, aprendiendo en la soledad en la escuela de Dios. Hoy, pasaron muchísimos siglos, pero, si queremos estar involucrados en los proyectos divinos, tenemos también que pasar por esa misma escuela, deseando aprender. Vivimos aprendiendo y no terminaremos nunca de aprender. Pero es necesario querer aprender.

La palabra “discípulo” no es lo mismo que “alumno”. Alumno quiere decir “sin luz”, pero discípulo, tiene que ver con disciplina, e indica la actitud de uno que va tras el maestro, le sigue, le imita y aprende de él.

El Señor Jesucristo nos da ejemplo. Él también fue un discípulo en la escuela de Dios. Como hombre, también necesitó aprender Sus lecciones, recibir la capacitación necesaria para cada día a fin de realizar la tarea que había venido a cumplir al mundo. 

Pedro, que también fue un discípulo de Jesús dice: “Cristo padeció por nosotros, dejándonos ejemplo, para que sigáis sus pisadas”. La palabra utilizada para “ejemplo” es hipograma, y significa escribir sobre un molde, calcando el dibujo, o las letras.

Necesitamos estar en la escuela de Dios y aprender, como Moisés, si queremos que Él nos use como sus siervos.  

¿Cuándo se termina de aprender? ¡Nunca! Bien decía Platón comparándose con su maestro Sócrates: “Sólo sé que no se nada”.

Cuando van pasando nuestros años, aun leyendo, estudiando y aprendiendo mucho, nos damos cuenta que solo nos hemos asomado al vasto universo de la sabiduría divina expresada en Su Palabra, y que no nos alcanzará la vida para siquiera conocer algo de la profundidad del pensamiento de Dios, de las verdades del Evangelio, de la doctrina cristiana.

Tengo sobre un piano en casa una frase muy interesante que me recuerda la vastedad de la grandeza de Dios y la pequeñez de mi mente para comprenderla: “Oh, Señor, tu océano es tan grande y mi barca tan pequeña”.

El deleite del discípulo bucear abismado en la inmensidad del océano divino.

  1. La segunda necesidad: conocer los propósitos de Dios.

La rutina de cada día para Moisés era levantarse muy temprano, sacar las ovejas del aprisco y llevarlas a pastar. Tal vez, pasando frías noches velando el rebaño fue llegando hasta el desierto, parte arenoso, parte pedregoso del sur de la península de Sinaí, que circunda a Horeb, el “monte de Dios”. Cuántos pensamientos habrán surcado su mente. Su pasado en la corte del imperio, su crimen impensado, su temor a la venganza del rey, su huida, su estancia en Madián, su boda con la bella Séfora, su primogénito. El cambio radical de su vida y ese sabor amargo de lo que había podido ser él mismo en bien de su pueblo y había quedado sepultado en la arena como el egipcio que había matado.

Pero había Alguien que tenía pensamientos más elevados. Su proyecto no se había frustrado. Para Dios, que “mil años son como un día”, solo habían pasado cuarenta años, pero lo que estaba establecido se cumpliría. ¿Con un hombre ya muy olvidado de sus capacidades humanas? Sí. ¿Con un hombre ya de ochenta años? También. La paradójica fórmula divina no ha cambiado nunca: “Mi poder se perfecciona en la debilidad”. Así que Moisés podría decir como Pablo: “Cuando soy débil, entonces soy fuerte”.

Hasta ahora Dios había puesto en Moisés el interés ardiente de liberar a su pueblo. Ciertamente le había llamado, pero la intervención extemporánea de su siervo, y la falta de entrenamiento espiritual habían frustrado la misión. Moisés necesitaba un nuevo y definitivo llamado de parte de Dios. Después de cuarenta largos años estaba por ocurrir.

Y así llegó Moisés “apacentando las ovejas de Jetró, su suegro”. Y allí tuvo una visión impactante. Vio una zarza ardiendo y esta no se consumía. Tal rareza llamó su atención y fue a ver qué era eso. Tres cosas podemos ver en este párrafo sin igual:

La presencia de Dios. En medio de la zarza, de la llama de fuego apareció el ángel de Jehová, el mismo que se identifica como Jehová y como Dios. Una zarza que habla figuradamente de lo que era y de lo que sería a través de los siglos de la historia el pueblo de Israel, ardiendo en desprecios, persecuciones y muerte, pero sin consumirse.

Pero la zarza no era más que el objeto en el cual se reflejaba la gloria de Dios, y la gracia de Dios, del Dios “que habitó en la zarza”. La gloria del YO SOY de la eternidad, del Dios que habita en la santidad que es “fuego consumidor”, “no para consumirnos a nosotros, sino para consumir todo lo que en nosotros y a nuestro alrededor, es contrario a su santidad”. Pero también la gracia de un Dios que ama a su pueblo, oye su clamor, y se acuerda de su necesidad.

La voz del Señor a través de la teofanía llama a Moisés y lo hace dos veces: “¡Moisés, Moisés!”. El doble llamado de Dios a su siervo tiene acentos especiales.

Es un llamado personal, con nombre, y con propósito. Y Moisés contesta: Aquí estoy. Entonces la voz nuevamente le dice: “No te acerques; quita tu calzado de tus pies, porque el lugar en que tú estás, tierra santa es”.

Dios le puso límites: “No te acerques”, fue la orden divina. Puedes ver el reflejo de mi gloria en el fuego. Puedes oír mi voz, pero ¡no te olvides que Yo soy Dios!

El apóstol escribe a los hebreos y en el capítulo 12 les dice que los cristianos ahora no nos hemos acercado al monte “que ardía en fuego”, sino “al monte de Sión”. La dispensación ha cambiado. La gracia es mayor que la ley. Dios es nuestro Padre y nos recibe como sus hijos. Jesús es nuestro mediador. Pero, no nos equivoquemos. Dios no ha cambiado sus condiciones. En los vs. 28 y 29 leemos (¡y es para nosotros!): “Así que, recibiendo nosotros un reino inconmovible, tengamos gratitud, y mediante ella sirvamos a Dios agradándole con temor y reverencia; porque nuestro Dios es fuego consumidor”.

La tierra era santa, el monte era santo, no porque lo fueran en sí mismos, sino porque la presencia de Dios los santificaba. Cuando venimos a la presencia de Dios en oración, en adoración, en el culto, venimos a un lugar santificado porque Dios está allí. Guardemos distancia. No porque no podamos tener la confianza de hijos, sino porque ello no nos prive de la reverencia que exige el estar ante el Señor.

Además, debía quitar su calzado de sus pies. El quitar el calzado significaba una señal de reverente temor hacia uno superior. Pero, cuando entramos en la presencia de Dios debemos hacerlo, figuradamente hablando, “con los pies descalzos y el rostro cubierto”, “con temor de mirar a Dios”. Es decir, con reverente temor, con el corazón humillado. “Porque así dijo el Alto y Sublime, el que habita la eternidad, y cuyo nombre es el Santo: Yo habito en la altura y la santidad, y con el quebrantado y humilde de espíritu, para hacer vivir el espíritu de los humildes, y para vivificar el corazón de los quebrantados”.

Dios no va a llamar a ningún hijo suyo que no sienta temor por Su presencia y en Su presencia. Que no tome el ministerio con reverente temor. Con limpieza, con verdadera santidad.

No importa lo que hagamos, pero debemos estar limpios para hacerlo. La Biblia dice: “En una casa grande (importante), no solamente hay utensilios de oro y de plata, sino también de madera y de barro; y unos son para usos honrosos y otros para usos viles. Así que si alguno se limpia de estas cosas será instrumento para honra, santificado, útil al Señor y dispuesto para toda buena obra”. El énfasis no está en la calidad de los materiales, ni en la tarea que cumplen, sino en la limpieza de cada uno de ellos. Un vaso de plata o un balde de madera para lavar los pies tenían algo en común: no era el material con el que estaban hechos, ni el uso para el cual estaban. Era la limpieza. No importa la formación que tengamos, niel trabajo que hagamos. Lo importante para Dios es que nuestra vasija esté limpia. Solo así el Espíritu Santo podrá usarnos para el servicio santo de Dios.

Servir a Dios es pisar “tierra santa”. Predicar, enseñar en una clase de la Escuela Bíblica Dominical, tocar un instrumento, hacer el refrigerio, limpiar el salón. No importa el servicio, si es el don que Dios nos ha dado. Importa el servidor. Los siete varones en Hechos 6 no fueron elegidos para ser apóstoles, ni para ser pastores de iglesia, sino para administrar los fondos de la iglesia primitiva. Pero tenían requisitos imprescindibles: “Buen testimonio, llenos del Espíritu Santo y de sabiduría”. Buen testimonio para los demás; sabiduría para ellos mismos; llenos del Espíritu, para Dios. ¡Nada menos!  Dios no ha cambiado.

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