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Autor: Eduardo Cartea Millos

Aunque el impetuoso intento de ayudar de Moisés terminó en fracaso, el Alfarero celestial se encarga de tomar vasijas rotas y rehacerlas de acuerdo con el diseño de Su mente. El llamado de Dios no fue frustrado.


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PE2859- Estudio Bíblico
Cuando Dios llama dos veces (14ª parte)



¿Fue un fracaso?

Hola, ¿cómo está? La Biblia es un libro fascinante, maravilloso, sorprendente. Y con usted estamos viendo en ella un tema con un hondo contenido espiritual y práctico. El doble llamado de Dios a hombres y mujeres para invitarles a participar de un proyecto especial para sus vidas que, no solo les involucraba a ellos, sino también a otros. En algunos casos a muchos otros.

El caso que ahora estamos considerando es Moisés, el gran libertador y legislador de Israel. Unos mil quinientos años antes de Cristo le llamó dos veces: Moisés, Moisés. Y hoy veremos de qué se trata este llamado doble.

De acuerdo a lo que vimos en nuestro último encuentro, parecería la historia de un fracaso: el fracaso de Moisés para liberar a su pueblo. Había errado en el método. No era matando a los egipcios, uno a uno lo que salvaría a su pueblo. Dios tenía otro plan. El teólogo B. Ramm, acota:

“Es una tontería suponer que lo que es correcto a nuestros ojos es la voluntad de Dios. La historia de la iglesia está llena de decisiones trágicas y hechos trágicos por parte de hombres con ideales legítimos y una semejante noción equivocada de la voluntad de Dios”.

¿Cuál fue su fracaso, entonces? Anticiparse a hacer para Dios lo que Dios no pedía. Alfred Edersheim, por su parte, comenta, muy acertadamente:

“Tampoco se trató de un exceso de ira frenética, porque “miró a todas partes”, para ver que “no aparecía nadie”, para presenciar sus obras. Más bien se trataba de llegar a fines espirituales por medios carnales”. 

 No valen las buenas intenciones. Ni nuestra propia sabiduría, inteligencia, capacidad, conocimientos o poder. Lo que vale es interpretar la voluntad de Dios y obrar en consecuencia. Las credenciales de Moisés no eran suficientes. Siglos después Pablo lo entendió, por eso dijo a los Filipenses que todo lo que para él eran méritos para confiar en la carne los dejaba de lado y estimaba como pérdida.  Moisés tenía que aprender esta lección, y le tomó cuarenta años. Pero Dios estaba dispuesto a enseñarle. Dijo un predicador: “Dios no tiene tanta prisa como nosotros”.

Así que Moisés tuvo que huir de Egipto y desaparecer en el exilio del desierto, llegando a ser un “forastero en tierra extranjera”. Así él mismo lo expresó al ponerle Gersón (“forastero”) a su primer hijo. Realmente parecía un fracaso, pero sin duda estaba dentro del plan divino: era una nueva etapa en la educación de Moisés. Puede parecer un error,

“Sin embargo, Dios está presidiendo soberanamente sobre el fracaso, para llevar a cabo sus propósitos. Ni siquiera el mismo fracaso puede sacar a Moisés del propósito divino”. Y agrega: “Dios actúa con propósito aun a través del fracaso”. 

Moisés necesitaba cuarenta años más de aprendizaje y el pueblo cuarenta años más de hacer ladrillos, hasta que llegara el momento oportuno en “los tiempos y las sazones” de Dios, tal como había anunciado a Abraham. Además, el Faraón que quería matar a Moisés debía morir, para que Moisés pudiera volver a Egipto con seguridad. Todo estaba bajo el control del Señor Soberano.

Así que, llega a Madián, región de tribus nómades en la península del Sinaí, y allí vive con la familia de Jetró casándose con una de sus hijas,  Séfora, y trabajando como pastor durante cuarenta largos años. Moisés está haciendo una tarea que hubiera sido denigrante para un egipcio, pero no para un hebreo. Pero cuidando ovejas ajenas, aprendió a cuidar un día el rebaño de Dios. Así lo leemos en el Salmo 77: Condujiste a tu pueblo como ovejas por mano de Moisés y de Aarón”.

Mientras Moisés oficiaba de pastor, seguramente añorando su país y su pueblo, tal vez pensando que su suerte había cambiado, que nunca llegaría a ser lo que había anhelado, sacar a Israel de la esclavitud de Egipto, Dios estaba obrando. Cuando el pueblo clamó a Él en oración, Dios “oyó el gemido de ellos, y se acordó de su pacto con Abraham, Isaac y Jacob, y miró Dios a los hijos de Israel, y los reconoció Dios”.  La esclavitud hizo levantar su clamor al cielo. Por cierto, si no hubiesen sido maltratados, seguramente se hubieran quedado para siempre en Egipto. Pero la prueba les sacudió durante “muchos años”, y oraron a Dios. Fijémonos en el mismo versículo que dice dos veces “a causa de la servidumbre”, “con motivo de su servidumbre”.  Las pruebas muchas veces son la medicina para nuestro letargo. Pero cuando ellas nos aprietan, alzamos la voz y clamamos ante el trono de la gracia.

Cierta vez oí de un predicador una anécdota muy interesante que le había sucedido. Estaba atendiendo a un hermano de su iglesia que le había visitado y mientras, su hijo pequeño estaba alrededor tratando de llamar su atención. Como esta no llegaba, el niño tomó un alfiler y lo clavó en la rodilla de su padre. Cuando este, dolorido, miró extrañado a su hijo y le preguntó: ¿por qué hiciste eso?, el pequeño le respondió muy tranquilamente: “es que no me oías”. A veces sentimos, como Pablo, el aguijón de Dios en nuestra carne ¿verdad? La respuesta del cielo es la misma: “Es que no me oías”.

¿No sucede esto muchas veces con nosotros? ¿No hemos sentido alguna vez un “pinchazo” en nuestra vida, y cuando levantamos la mirada, vemos –por así decirlo- el rostro del Señor mirándonos y diciéndonos tiernamente: Es que no me oías… es que no me oías…

Mientras, el pueblo de Israel vivía sufriendo bajo el látigo egipcio, fabricando ladrillos en largas jornadas de implacable sol oriental, padeciendo la discriminación, la esclavitud, el oprobio. Pero Dios oyó, se acordó, miró y los reconoció. Obviamente, no es que se había olvidado. Esperaba su momento. Y había llegado el tiempo de actuar. Había llegado “el cumplimiento del tiempo”. 

Así, cuando dio la hora en el reloj divino, Dios llamó a Moisés mediante una revelación en la zarza ardiente. Tenía ochenta años. Cuarenta los había pasado en la corte imperial, y cuarenta en el desierto.

Dios lo estaba llamando a un gran servicio. Para esto lo había preparado durante toda la vida. Sin saberlo, Moisés había estado en la escuela de Dios, rindiendo aquellas materias que le capacitarían para hacer una obra monumental. La epopeya de la liberación de todo un pueblo. El pueblo de Dios.

Dios sigue teniendo grandes planes. Y para ello llama a su servicio. No usa ángeles; usa personas humanas. Sorprendentemente confía sus grandes empresas a débiles hombres y mujeres. Moisés llegó a ser, igual que Pablo, lo que seguramente muchos de nosotros nunca llegaremos a ser (aunque suene duro decirlo): un asesino. Pero el Alfarero celestial se encarga de tomar vasijas rotas y rehacerlas de acuerdo al diseño de Su mente. El divino artesano se especializa en barcos naufragados o redes rotas, para hacerlos instrumentos para Su gloria. Pero primero los prepara en su escuela. Y entonces quedan listos para hacer Su obra.

Dios se especializa en llamar a hombres y mujeres sencillos, a veces sin muchas luces, sin gran preparación, sin pergaminos o diplomas dados por los hombres y los transforma en hombres y mujeres valientes, sabios, útiles para el cumplimiento de sus propósitos. No siempre es así. Otras veces usa a hombres y mujeres destacados, encumbrados, influyentes. Pero, primero los entrena en su escuela. No van a servirle por su inteligencia o por su capacidad humanas. Necesitan otra cualidad: aprender a ser siervos obedientes. A interpretar sus planes. A cumplir su soberana voluntad.

Dios no necesita hombres capaces. Él se encarga de capacitarlos. No necesita estrellas. Necesita hombres y mujeres humildes que quieran aprender en sus aulas.

El ejemplo máximo es Jesús. Tenía un proyecto monumental: implantar en el mundo el reino de Dios, visible a través de la Iglesia, una nueva cosmovisión que sería una verdadera revolución espiritual: la cosmovisión cristiana. En menos de cincuenta años habían recorrido lo que en ese momento era el imperio más avanzado: el imperio romano, y podían decir como Pablo: “todo lo he llenado del evangelio”.

Y para tamaña empresa escogió a doce hombres. Y uno pensaría con la lógica humana: deberían ser super preparados, intelectuales de primer orden, pertenecientes a las élites del primer siglo, ricos, poderosos, influyentes. ¿Fue así? Mire: varios de ellos eran pescadores, rudos hombres de mar; uno, recaudador de impuestos; gente común, a los que llegaron a decir que eran “vulgares y sin estudios”. Estuvieron tres años siguiendo a Jesús, como discípulos del Maestro y luego él los envió a predicar a todas las naciones. ¿Y qué sucedió? ¡Transformaron el mundo! No ellos, sino el poder de Dios a través de ellos. El secreto: “les reconocían que habían estado con Jesús”. Dios tiene esos métodos, extraños para la mente humana, pero efectivos para los designios divinos. Así fue con Moisés. Pero él, como los discípulos del Salvador, tenía varias necesidades que Dios tuvo que suplir en su vida. Y si usted y yo queremos ser instrumentos útiles en las manos del Señor para que él nos use para su gloria y la bendición de otros, debemos cumplir ciertos requisitos.

Estaremos viendo con usted, si Dios permite estos temas en nuestros próximos encuentros.

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