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Autor: Esteban Beitze

¿Quién fue la reina de Sabá? ¿Sabemos algo de ella además de su visita al rey Salomón? ¿Qué importancia tiene este pequeño relato dentro de la Biblia? ¿Qué puede enseñarnos a los cristianos del siglo XXI?


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PE2448- Estudio Bíblico
Verdadera búsqueda espiritual (6ª parte)


 


Amigos, continuando con nuestro estudio veremos que después de haber venido, escuchado y observado al rey, la reina de Sabá lo alaba. En los versículos 5 al 7 de nuestro relato de 2º Crónicas 9, observamos cómo la reina de Sabá abre su corazón y reconoce con asombro varias cosas. En primer lugar, reconoció que había sido incrédula respecto a lo que de Salomón se decía en su tierra. Ella “dijo al rey: Verdad es lo que había oído en mi tierra acerca de tus cosas y de tu sabiduría; pero yo no creía las palabras de ellos, hasta que he venido, y mis ojos han visto” (vs. 5,6).

La reina de Sabá es absolutamente honesta en aquello que había sentido cuando empezaron a contarle de Salomón. No creía que podía ser verdad tanta devoción, tanta excelencia y perfección, tanta gloria y sabiduría.

Recordamos también a Naamán, otro personaje que podemos encontrar en 2 Reyes capítulo 5, que fue a la tierra de Israel esperando encontrar algo especial y fue incrédulo. En su caso, había ido por indicación de su esclava la cual le había asegurado que allí el profeta de Dios lo podría sanar de la enfermedad de la lepra. Supongo que para él no habría sido fácil hacer caso a las palabras de una esclava, pero evidentemente, tenía algo de expectativa. Pero cuando el profeta Eliseo ni siquiera salió para atenderle, sino que le ordenó simplemente lavarse siete veces en el Jordán para ser sanado, se quería regresar enojado, pues imaginaba que sería sanado de otra forma. La incredulidad había ganado. Si no hubiera sido por sus siervos que le hicieron cambiar de parecer, no habría sido sanado.

Otro caso clásico de incredulidad fue el de Tomás. Como no estaba junto a los otros discípulos la primera vez que apareció Jesucristo resucitado, no lo vio, y cuando los discípulos se lo contaron, en Juan 20:25, dijo: “Si no viere en sus manos la señal de los clavos, y metiere mi dedo en el lugar de los clavos, y metiere mi mano en su costado, no creeré”. Y cuando al fin pudo ver al Señor, este le tuvo que decir: “Porque me has visto, Tomás, creíste; bienaventurados los que no vieron, y creyeron” (Jn. 20:29).

Como vemos en el caso de estas figuras bíblicas, la incredulidad acerca de la persona del Señor Jesús y Su poder son muy comunes. Si pensamos en lo que fue nuestra vida antes de conocer a Cristo, creo que en muchos de los casos no difiere en nada a la de estos personajes. Cuando nos empezaron a hablar de Cristo, tampoco reaccionamos con fe enseguida. Como lo dice Pablo acerca de los incrédulos en 1ª Corintios, también para muchos de nosotros el evangelio no tenía sentido: “Porque la palabra de la cruz es locura a los que se pierden” (1Co.1:18a). El escepticismo y la incredulidad marcaron también nuestra forma de pensar, hasta que, atraídos por los poderosos lazos de amor y misericordia de Dios y también por la necesidad personal, nos acercamos a Él. Y aun allí, no esperábamos jamás encontrar todo aquello que ahora conocemos. Pero llegó el momento en el cual experimentamos lo que Pablo agregaba: “Pero a los que se salvan, esto es, a nosotros, (el evangelio) es poder de Dios” (1Co.1:18b). Llegó el día cuando, como Job, tuvimos que reconocer profundamente avergonzados, pero también agradecidos y gozosos: “De oídas te había oído; mas ahora mis ojos te ven. Por tanto me aborrezco, y me arrepiento en polvo y ceniza” (Job 42:5,6). Lo que sucedió luego fue indescriptible. Pareció que se corriera un telón y viéramos de repente un escenario repleto de luz y bendiciones que jamás hubiéramos esperado encontrar. Y a medida que vamos conociendo más y más a nuestro Señor, iremos descubriendo cada vez más de Su amor, poder, perdón, misericordia, y bendiciones.

Clamemos como el padre del muchacho endemoniado en Marcos 9: “Creo (Señor); ayuda mi incredulidad” (Mar 9:24). El resultado de esta oración cambió la vida de este atribulado Padre y la de su hijo para siempre. Como leemos en el capítulo 1 de Efesios, Pablo tenía la costumbre de orar por los creyentes “para que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de gloria, os dé espíritu de sabiduría y de revelación en el conocimiento de él, alumbrando los ojos de vuestro entendimiento, para que sepáis cuál es la esperanza a que él os ha llamado, y cuáles las riquezas de la gloria de su herencia en los santos, y cuál la supereminente grandeza de su poder para con nosotros los que creemos, según la operación del poder de su fuerza…” (Ef.1:17-19). Cuanto más conozcamos a este grande, poderoso, santo y amoroso Dios, tanto más esperaremos en y de Él; más nuestra vida estará en dependencia de Él y más Le habremos de glorificar.

Si seguimos con el relato de 2º Crónicas nos encontramos con que la reina de Sabá reconoció la grandeza y sabiduría del rey. Ella dice en el versículo 6: “Hasta que he venido, y mis ojos han visto; y he aquí que ni aun la mitad de la grandeza de tu sabiduría me había sido dicha; porque tú superas la fama que yo había oído”. La expresión clave en esta frase es “hasta que he venido, y mis ojos han visto”; recién cuando la reina hubo ido a la presencia de Salomón pudo comprobar la grandeza, sabiduría y gloria del rey. De la misma forma, recién cuando vamos a la presencia de nuestro Rey, el Señor Jesucristo, cuando en la intimidad nos acercamos con los corazones llenos de expectativa o cuando llenos de ansias vamos al culto, es que iremos conociendo más de los atributos del Señor, Su gloria, Su actuar, Su sabiduría y todas las bendiciones que está dispuesto a darnos.

El salmista Asaf, cuando escribió el Salmo 73 estaba muy desanimado observando cómo a los impíos les iba bien y prosperaban, mientras que el justo muchas veces sufría. Llegó al punto en que dice: “En cuanto a mí, casi se deslizaron mis pies; por poco resbalaron mis pasos… Cuando pensé para saber esto, fue duro trabajo para mí” (Sl.73:2,16). Pero luego hubo un cambio radical en su pensamiento y declara: “Hasta que entrando en el santuario de Dios, comprendí el fin de ellos” (Sl.73:17). Cuando entró a la presencia de Dios comprendió la realidad del futuro de estas personas, pero también del suyo propio. Su vida estaba asegurada en Dios y, tarde o temprano, habría un juicio para todos los que hicieran el mal. ¡Cuántas injusticias vemos, y quizá, hasta experimentamos a diario! ¡Cuánta violencia, corrupción, maldad, abusos e injusticias se cometen por doquier! Solo en la presencia del Señor hay consuelo y descanso. Es allí donde descubrimos a un Dios paciente, misericordioso y amoroso, pero también santo y justo. Es cuando miramos al Señor, que de repente comprendemos partes de Su actuar, de Su poder y soberanía. Es ahí cuando, como los discípulos en la tormenta en Marcos 4, tenemos que exclamar asombrados: “¿Quién es este, que aun el viento y el mar le obedecen?” (Mr. 4:41). Al buscar y mirar al Señor, aprendieron una nueva faceta de Su persona y Su actuar. Se lo explicaré mejor con una breve historia, amigo: en cierta ocasión un niño le preguntó a su padre: “¿Cómo es Dios?”. Justo en este momento un avión sobrevolaba sus cabezas a gran altura. El padre contestó: “¿Ves este avión?”. El hijo asintió, pero le dijo que era muy pequeño, que apenas se veía. No le dio mucha importancia. Entonces el padre llevó a su hijo al aeropuerto y allí entraron a un gigantesco hangar donde se encontraba un enorme avión. El niño no cabía en sí de asombro: “¡Qué grande, qué lindo, qué capacidad tiene y qué fuerte que es!”. El padre contestó: “Algo así es con Dios”. Cuando uno está lejos, apenas lo ve, no le da importancia y valor. Pero cuanto más cerca uno esté de Él, más se asombra de Su belleza, más impacta Su poder y más espera de Él”. Solo a partir de estar en la presencia del Señor Jesús, es que vamos a poder hacer frente al ataque del enemigo. Y solo estando en íntima comunión con Él por medio del estudio de la Palabra y la oración es que podremos crecer espiritualmente. Y únicamente en la medida que estemos “en Cristo” podremos llevar fruto. Esto es lo que afirma Jesús mismo en Juan 15:5: “Yo soy la vid, vosotros los pámpanos; el que permanece en mí, y yo en él, éste lleva mucho fruto; porque separados de mí nada podéis hacer”.


Cuanto antes comprendamos la profunda verdad que comprendió Pedro en Juan 6, tanto mejor para nosotros: “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna”, le dijo el apóstol (Jn.6:68). Por lo tanto, ¡acerquémonos más a Cristo! ¡Busquemos más de Él! ¡Nuestra vida ya no será igual! La gloria del Rey, la belleza y sabiduría de Su persona se empezará a ver también en nosotros. Esto hará que otros se acerquen y quieran saber nuestro secreto y serán animados a buscar y confiar en el Señor.


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