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Autor: Samuel Rindlisbacher

Luego de levantar la cubierta exterior del tabernáculo, encontramos otra cubierta de color rojo y hecha de pieles de carnero. Ella nos habla de la sangre de Cristo, en la cual hallamos el perdón y que limpia de todo pecado.


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PE2890- Estudio Bíblico
Profecía en el Tabernáculo (5ª parte)



Queridos oyentes, continuamos en nuestro recorrido de lo que fue el Tabernáculo de reunión del Pueblo de Israel mientras transitaban el desierto.

En el programa anterior escuchamos sobre el significado de las 4 cubiertas que formaban el techo del tabernáculo. La cubierta de más arriba era de pieles de tejones, que protegía contra las inclemencias del tiempo, figura de Cristo en nuestro refugio en la tempestad

Hoy continuamos con la siguiente cubierta,

de ella leemos en Éxodo 26:14:

“Harás también a la tienda una cubierta de pieles de carneros teñidas de rojo.”

La segunda cubierta, debajo de la primera de pieles de tejones, era de pieles de carnero teñidas de rojo, señalando así el perdón divino por la sangre de Jesucristo. Curiosamente no se nos da una referencia de su tamaño, concordando esto con la respuesta del Señor Jesús a Pedro cuando le preguntó respecto al perdón en Mateo 18:21: «Entonces se le acercó Pedro y le dijo: Señor, ¿cuántas veces perdonaré a mi hermano que peque contra mí? ¿Hasta siete? Jesús le dijo: No te digo hasta siete, sino aun hasta setenta veces siete». El perdón divino es inmedible, ¡es ilimitado!

Las pieles de carnero utilizados para la cubierta pertenecían a animales aptos para los sacrificios. El israelita que se había hecho culpable podía tomar un carnero sin defecto de su rebaño y llevarlo al tabernáculo para expiar su culpa. Lo encontramos en el libro de Levítico, capítulo 5. Pero una vez al año se celebraba el gran día del perdón, Yom Kipur. En ese día no se sacrificaba solo un carnero, sino, entre otros, dos machos cabríos

Levítico. 16:7-10 nos habla sobre esta fiesta solemne:

“Después tomará los dos machos cabríos y los presentará delante de Jehová, a la puerta del tabernáculo de reunión. Y echará suertes Aarón sobre los dos machos cabríos; una suerte por Jehová, y otra suerte por Azazel. Y hará traer Aarón el macho cabrío sobre el cual cayere la suerte por Jehová, y lo ofrecerá en expiación. Mas el macho cabrío sobre el cual cayere la suerte por Azazel, lo presentará vivo delante de Jehová para hacer la reconciliación sobre él, para enviarlo a Azazel al desierto.”

Ambos machos cabríos simbolizan a Jesucristo. El primero recuerda la gracia de Dios, para que no vivamos en la culpa, ya que Cristo tomó nuestro lugar Miqueas 7:18 y 19 dicen: «¿Qué Dios como tú, que perdona la maldad, y olvida el pecado del remanente de su heredad? No retuvo para siempre su enojo, porque se deleita en misericordia. El volverá a tener misericordia de nosotros; sepultará nuestras iniquidades, y echará en lo profundo del mar todos nuestros pecados». Por lo tanto, podemos exclamar de lo profundo de nuestro corazón las palabras de Romanos 4:7: «Bienaventurados aquellos cuyas iniquidades son perdonadas, y cuyos pecados son cubiertos». Aunque nuestros pecados sean rojos como la sangre, pueden volverse blancos como la nieve, siempre y cuando nuestra culpa, sin importar cuán grande fuese, esté bajo la sangre de Cristo. Entonces, nuestras faltas nunca más serán recordadas, sino por lo contrario, serán perdonadas y olvidadas. Jesús llegó a ser el macho cabrío que expió mi culpa.

También en la actualidad utilizamos la expresión «chivo expiatorio». Jesucristo, hace dos mil años, se hizo nuestro «macho cabrío de expiación», dando su sangre y su vida por ti y por mí.

Esta sangre es el único medio por el cual nuestros pecados son perdonados. La Biblia dice: « la sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado». La sangre de Jesucristo, el Cordero de Dios, lleva a cabo lo que resulta imposible para la ciencia, la tecnología, las artes o los poderes mundiales: ¡limpiarnos de pecado! Solo debemos creer y apropiarnos de esta verdad.

Lamentablemente los hombres tendemos a decir cosas disparatadas de aquello que no entendemos o no podemos explicar. Algunos cristianos glorifican la sangre, dejando de lado a la persona de Jesucristo. Otros hablan de la sangre de forma mística, afianzándose en sus sentimientos y emociones. Aunque es verdad que la sangre de Cristo es sagrada, asombrosa y su valor inmensurable.

¿Es posible que el Hijo de Dios haya derramado Su sangre? ¿Puede esta sangre limpiarme hoy? ¿Cómo puede esta sangre presentarme sin mancha ante Dios? Dios tan solo espera de nosotros que recibamos de Él la fe y nos dejemos salvar.

El ser humano solo pretende sentir, oler o ver, ¡pero nunca creer! Así, cada año, miles peregrinan a Nápoles para ver el «milagro» de la licuefacción de la sangre seca de San Genaro, guardada, según ellos, en tres ampollas. En cada misa católica, el sacerdote «transforma» en la celebración de la eucaristía el vino en la sangre de Cristo. Más allá de las prácticas religiosas, la sangre siempre se ha relacionado con el misticismo y las supersticiones. En la revista alemana GEO, del 11 de noviembre de 1997, se leía bajo el título «El mito de la sangre» lo siguiente:

Cuando la cabeza se separó del torso y la fuente de sangre salpicó a una altura de casi medio metro, el pueblo pasó por encima de la barrera preparada por los involucrados, se subió al patíbulo y se apropió de la sangre del ejecutado, empapando con ella unos lienzos blancos. Era una escena espeluznante. Pregunté la razón y se me dijo que era utilizada para curar la epilepsia.

Este fue el reporte de un abogado acerca de la decapitación de una envenenadora en enero de 1859, en la ciudad alemana de Gotinga. Las ejecuciones no solo eran espectáculos sangrientos, sino que además se habían convertido en farmacias. En el tiempo donde se enjuiciaba a las brujas, los propios verdugos comerciaban a veces con la sangre y los cuerpos de las mujeres ejecutadas, ejerciendo como boticarios. La sangre fresca de los epilépticos era la más codiciada por considerarse vigorizante, pues detenía a los demonios responsables de los calambres musculares. La sangre era, por así decirlo, la aspirina de nuestros antepasados –la panacea–.

La razón de que la sangre esté asociada a tantos y variados mitos radica en su inaplicabilidad. La sangre ha sido a menudo un elemento importante en las ceremonias religiosas y rituales de todas las culturas. Aún en la actualidad se inmolan animales en cultos de sacrificio, derramando su sangre, en culturas africanas, sudamericanas y asiáticas. Por otra parte, en regiones supuestamente «modernizadas», como los países europeos o Estados Unidos, este tipo de cultos y prácticas oscuras ganan popularidad. ¿Por qué el hombre sacrifica animales, derramando su sangre? ¿Será que en lo profundo de su ser entiende que sin derramamiento de sangre no es posible el perdón?

Levítico 17:11 dice:

“Porque la vida de la carne en la sangre está, y yo os la he dado para hacer expiación sobre el altar por vuestras almas; y la misma sangre hará expiación de la persona.”

La Biblia dice que es necesario que se derrame sangre para el perdón de los pecados. Una vida debe sacrificarse para que otras sean salvadas. Sin embargo, para Dios esto no es suficiente. Leemos lo siguiente en Hebreos 10:4: «Porque la sangre de los toros y de los machos cabríos no puede quitar los pecados». Algo más es necesario.

Se requiere la sangre, es decir, la vida del único hombre verdaderamente divino: Jesucristo. Jesús vivió entre los romanos, siendo condenado y crucificado por ellos. ¿Por qué Su muerte resulta especial? Antes y después de Él miles murieron de igual forma, corriendo así torrentes de sangre. ¿Qué es lo que hace la sangre de Cristo tan única? ¿Por qué la muerte de este hombre se destaca sobre las demás?

La respuesta a esto es que Jesucristo fue el único hombre que vivió en la tierra y permaneció sin pecado. Pilato tuvo que admitirlo cuando acusaban a Jesús delante de él, puede leer esto en Lucas 23:13-14 «Entonces Pilato, convocando a los principales sacerdotes, a los gobernantes, y al pueblo, les dijo: Me habéis presentado a este como un hombre que perturba al pueblo; pero habiéndole interrogado yo delante de vosotros, no he hallado en este hombre delito alguno de aquellos de que le acusáis».

Con todo, Jesucristo no solo es verdaderamente hombre, sino también enteramente Dios. Él dice de sí mismo: «Yo y el Padre uno somos» (Jn. 10:30). Tal afirmación –ser igual a Dios– era bien comprendida por los judíos, los que se veían ante un dilema: o se enfrentaban a la peor de las blasfemias o al más sublime de los hechos. Vemos a través de su reacción lo que decidieron creer: «Entonces los judíos volvieron a tomar piedras para apedrearle».

Sin embargo, no podían acusarlo de ningún pecado. Jesucristo es completamente hombre, sin pecado, pero al mismo tiempo plenamente Dios, por lo que es capaz de redimirnos. Las Sagradas Escrituras lo testifican en Hebreos 10:5-7:

“Sacrificio y ofrenda no quisiste; Mas me preparaste cuerpo. Holocaustos y expiaciones por el pecado no te agradaron. Entonces dije: He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad, como en el rollo del libro está escrito de mí.”

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