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Autor: Wolfgang Bühne

El perseverar en la oración es la base para que el Señor pueda bendecir nuestro trabajo en Su obra. Y la oración es, también, una condición para crecer en el conocimiento espiritual, y cambia, sobre todo, a la persona que ora.


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PE2283 – Estudio Bíblico
Perseverancia, crecimiento y cambio (4ª parte)



¿Cómo están amigos? Continuamos con el tema que estábamos tratando en el programa anterior. Habíamos dicho que: La oración es una condición para crecer en el conocimiento espiritual.

El conocimiento espiritual es una obra de Dios, el Espíritu Santo en nosotros. Los “ojos de nuestro corazón” tienen que ser “iluminados” y para ello se necesita la oración.

Vemos en Efesios 1:17 y 18 que Pablo oró así por los efesios:
“… Que el Dios del Señor nuestro Jesucristo, el Padre de gloria, os dé espíritu de sabiduría y de revelación para su conocimiento; Alumbrando los ojos de vuestro entendimiento, para que sepáis cuál sea la esperanza de su vocación…”
Y en Efesios 3:14 al 19, dijo: “Por esta causa doblo mis rodillas al Padre de nuestro Señor Jesucristo,… para que podáis bien comprender con todos los santos cuál sea la anchura y la largura y la profundidad y la altura, y conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento, para que seáis llenos de toda la plenitud de Dios”.

Los mismos discípulos son el mejor ejemplo de que ni el mejor maestro, ni la mejor doctrina, pueden cambiar nuestra vida automáticamente. Pedro tuvo que reconocer, después de su grandiosa confesión, que no había comprendido nada de nada, y también los otros discípulos reaccionaron con incomprensión, cuando el Señor anunció Su futuro rechazo y crucifixión, y les dijo que su futuro en esta tierra no iba a ser un camino de rosas.

La necesidad de orar seriamente para que el Señor nos conceda conocimiento espiritual, la vemos muy bien ilustrada en una historia del Antiguo Testamento:

En 2 Reyes 6:14 al 17 leemos cómo el rey de Siria hace guerra contra Israel y una noche, en una operación relámpago, pone cerco a la ciudad de Dotán con un gran ejército.

Cuando el siervo del profeta Eliseo se levanta a la mañana siguiente y ve el fulgor de las espadas y armaduras del potente ejército sirio, exclama todo asustado: “¡Ah, señor mío! ¿qué haremos?”

A lo cual Eliseo responde:
“No tengas miedo, porque más son los que están con nosotros que los que están con ellos. Entonces Eliseo oró diciendo: ‘Te ruego, oh Jehová, que abras sus ojos para que vea.’ Jehová abrió los ojos del criado, y éste miró; y he aquí que el monte estaba lleno de gente de a caballo y carros de fuego, alrededor de Eliseo.”

Para poder ver las realidades espirituales necesitamos, por lo tanto, ojos abiertos por Dios, la intercesión de nuestro Señor y de nuestros hermanos, y la oración por causa de nuestra ceguedad espiritual.

¿ Qué podemos aprender de esto?
En primer lugar, que: Si tenemos la buena costumbre de orar “en solitario” regularmente, y naturalmente también antes de acontecimientos especiales, esto no podrá quedar oculto.
Se darán cuenta los que están a nuestro alrededor.

En los años pasados hemos hablado con muchos jóvenes creyentes de hogares cristianos, y una y otra vez nos han contado que muy raras veces o nunca han visto a su padre o a su madre “orar solos”. Puede ser que los jóvenes a cierta edad no se fijen en esas cosas. Pero, lamentablemente, es un hecho cierto que muchos padres creyentes no tienen una vida de oración personal. Quitando la bendición de la comida no practican la oración.

Y hay muchas esposas que espiritualmente viven de “segunda mano” o tienen una concepción tergiversada de la repartición del trabajo: Leer y estudiar la Biblia y orar es tarea del hombre, que tiene más don y tiempo para ello y es, además, el responsable del bienestar espiritual de la familia, mientras que ella como esposa y madre tiene que preocuparse del bienestar terrenal de la familia.

También conocemos el otro extremo, en que el hombre echa de sí toda la responsabilidad espiritual y se la carga a su esposa, que “de todos modos no tiene mucho que hacer”, siendo él el que tiene que trabajar horas extraordinarias para ganar el dinero necesario para el mantenimiento de la familia y otras comodidades.

La siguiente historia muestra la bendición que conlleva el ejemplo de un hombre o una mujer que ora. En su biografía, el misionero pionero Juan Paton, recuerda su hogar:

“Nuestra casa consistía de una habitación exterior y una interior y un cuartito entre ambas, o cámara, que llamábamos ‘cubículo’. La habitación exterior era el territorio de mi madre y era la cocina, cuarto de estar y comedor a la vez. La otra habitación era el taller de mi padre, donde había 5 máquinas tejedoras de calcetines que trabajaban diligentemente.

El cubículo era una pieza muy pequeña entre estas dos habitaciones, con apenas lugar para una cama, una mesita y una silla, con una diminuta ventana que daba una diminuta luz a la escena. Éste era el santuario de aquella cabaña. Allí diariamente, y muchas veces durante el día, por lo general después de cada comida, veíamos a nuestro padre retirarse, y cerrar la puerta, y nosotros los niños entendíamos, por una especie de instinto espiritual (porque tales cosas eran demasiado sagradas para comentar), que allí se estaban elevando oraciones a nuestro favor, como en la antigüedad lo hacía el sumo sacerdote detrás del velo en el lugar santísimo. Ocasionalmente oíamos los ecos de una voz temblorosa, rogando como alguien que ruega por su vida, y aprendimos a caminar pasando esa puerta de puntillas, a fin de no interrumpir la santa conversación.

El mundo quizá no sabía, pero nosotros sí, de dónde procedía esa luz feliz, como la sonrisa de un recién nacido, que siempre tenía el rostro de mi padre: era un reflejo de la presencia divina, de la cual él siempre estaba consciente. Nunca, ni en los templos ni en las catedrales, en los montes ni en los valles, podría esperar que el Señor Dios estuviera más cerca, caminando más visiblemente entre los hombres y hablando con ellos, que bajo el techo de paja y las vigas de roble de aquella humilde cabaña. Si alguna catástrofe impensable se llevara todo lo contenido en mi alma y en mis recuerdos, en lo que se refiere a la religión, con todo, los pensamientos retornarían a estas escenas de mi niñez y oirían el eco de las oraciones y súplicas, y toda duda desaparecería con las palabras: Él se relacionaba con Dios ¿por qué no podría yo hacer lo mismo?”

En segundo lugar, aprendemos que: El conocimiento espiritual no se puede transmitir de forma racional. Dependemos de la iluminación del Espíritu Santo, y pedir que nos ilumine debería ser un tema constante de nuestras oraciones.

Por muy importante e imprescindible que sea el aprender de memoria versículos de la Biblia, himnos espirituales y poesías – si estas buenas palabras sólo se quedan en nuestra cabeza y no entusiasman ni cambian nuestros corazones por medio del Espíritu Santo, este esfuerzo servirá sólo para ejercitar un poco nuestra masa encefálica.

Con todo el conocimiento bíblico, talento, didáctica y metodología podremos asimilar y transmitir informaciones bíblicas, pero si el Espíritu de Dios no ilumina y abre los “ojos del corazón”, el trabajo será en vano.

Por eso es tan importante que toda clase de predicación y comunicación de verdades bíblicas sea preparada y acompañada por la oración, y también que sea presentada con oración.

Y el próximo punto a tratar, es que: La oración cambia, sobre todo, a la persona que ora.

Así leemos en Lucas 9:28, 29 y 32: “Y aconteció como ocho días después de estas palabras, que tomó a Pedro y a Juan y a Jacobo, y subió al monte a orar. Y entre tanto que oraba, la apariencia de su rostro se hizo otra, y su vestido blanco y resplandeciente… Y Pedro y los que estaban con él, estaban cargados de sueño: y como despertaron, vieron su majestad, y a aquellos dos varones que estaban con él”.

Mateo, Marcos y Lucas narran el suceso extraordinario de la transfiguración de Jesús. Los tres relatos lo cuentan después que Jesús anunciara por primera vez que tenía que sufrir, y después de sus palabras claras sobre las consecuencias que traería el seguirle a Él: negarse a sí mismo – tomar la cruz – perder la vida…

Cada uno de los tres relatos enfatiza una particularidad que los otros dos evangelistas no mencionan y que encaja bien en el carácter del evangelio en cuestión.

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