La lucha del Señor en Getsemaní (3ª parte)

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Autor: Wolfgang Bühne

El huerto de Getsemaní, aquel lugar familiar, donde el Señor se había retirado muchas veces con Sus discípulos, es por última vez el escenario de una escena dramática, donde Él se iba a encontrar con una gran presión y aflicción en su alma.


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PE2292 – Estudio Bíblico
La lucha del Señor en Getsemaní (3ª parte)



Muy bienvenidos amigos a otra entrega del tema: La lucha del Señor en Getsemaní, donde habíamos visto dos cosas que podemos aprender: Primero, a: Reconocer la soberanía de Dios, y Segundo, a: Estar dispuestos a la lucha.

Nos habíamos preguntado: ¿En qué consiste una lucha en oración?

Parece obvio que algunos comentaristas tratándose de este tema, piensen en Jacob, del cual leemos en Génesis 32:28: “has luchado con Dios y con los hombres y has vencido”.

Pero, la lucha en oración no es solamente un luchar con Dios, sino también una lucha contra nuestra vieja naturaleza y “contra principados, contra potestades, contra los gobernadores de las tinieblas de este siglo, contra huestes espirituales de maldad” (como leemos en Efesios 6:12).

Es una lucha contra la desgana paralizadora de orar, que nos sobreviene a menudo. Contra el cansancio, contra la premura del tiempo y los trabajos aún por hacer, contra fantasías repentinas y viajes soñados, que el diablo dispara en nuestros pensamientos, con todo lujo de variación, para estorbarnos o quitarnos el deseo de orar.

Hallesby escribe de un “resentimiento incomprensible contra la oración, que sentimos algunas veces más y otras menos”.

Jim Elliot anotó en su diario, el 15 de enero de 1950:
“Toda la mañana me sentí vacío y sin el contacto con Dios. Estuve mucho tiempo sobre mis rodillas, pero sin fervor y con una desgana enorme para orar…”

La mayoría de los lectores conocerán estas luchas u otras parecidas por propia experiencia. Y confirmarán que diariamente hay que hacer de “tripas corazón” para llevar una vida de oración disciplinada.

Según la encuesta hecha por mí, aproximadamente la tercera parte de los interrogados “sufren” desgana y falta de fuerzas para orar, lo cual confirma lo efectiva que es esta arma de Satanás. Spurgeon tiene razón cuando dice que nuestra vieja naturaleza tiene “más de una piedra de molino que hunde, que del vuelo de un águila.”

La oración es luchar contra el viejo Adán dentro de nosotros y es una declaración de guerra a “las huestes espirituales de maldad” a nuestro alrededor. A estos enemigos solamente los podemos vencer, si “velamos y oramos” con la fuerza que da Dios (como dijo Jesús a sus discípulos: Velen y oren, para que no caigan en tentación; el espíritu está dispuesto, pero el cuerpo es débil).
La lucha del Señor en Getsemaní es la última escena de oración de nuestro Señor, que los discípulos pudieron ver – aunque a distancia.

Las oraciones del Señor en la cruz, no las vivieron los discípulos. Puede ser que Juan haya oído algunas de las palabras de Jesús, anotándolas después en su evangelio, pues según Juan 19:26 y 27 es el único discípulo que hallamos cerca de la cruz. Todos los demás discípulos habían huido después de la captura de Jesús – o, como Pedro, observaron desde lejos lo que ocurría, “para ver el fin” (según Mateo 26:58). Pero, éste último no como seguidor, sino como observador temeroso y curioso, que pocas horas más tarde lo negaría maldiciendo y jurando.

Delante del Señor estaba el camino solitario a la cruz del Gólgota – y en este camino ningún discípulo pudo seguirle.

Como lo describe este poema de Eduard Kogut y Willi Zutter:

“Desamparado de las masas
que gustaron su favor
maltratado y azotado
cubierto de escarnio y pavor.

Coronado de espinas con sorna,
los discípulos ya no le acompañaban
traicionado y negado,
los adversarios le rodeaban.

Así fuiste a la cruz,
de Dios el fiel sirviente,
impulsado por amor eterno
justo y obediente.”

Y entonces comenzó la hora más oscura de la historia de la humanidad, en la que Jesucristo fue hecho pecado y castigado por nuestra culpa; en la que fue desamparado por Dios haciéndose nuestro fiador y sustituto.

Son insondables para nuestras mentes estas tres horas terribles en la cruz, cuando a mitad del día el mundo fue invadido por un eclipse solar repentino. Parece como si Dios corriera una cortina alrededor del incomprensible juicio contra Su Hijo; ejecutado en el único Hombre exento de pecado, puro, obediente y perfecto, en cuyo bautismo – como ya vimos al principio de nuestras consideraciones – se abrieron los cielos y Dios expresó Su gozo y complacencia.

Pero ahora, en estas tres horas en el Gólgota, el cielo parecía estar cerrado. El grito estremecedor de Jesús “Dios mío, Dios mío ¿por qué me has desamparado?” (expresado en Mateo 27:46), aparentemente se extinguió sin ser oído ni contestado, en la oscuridad abrumadora en el Gólgota…

Todo el que pueda creer y comprender el milagro de la sustitución confesará con Fritz von Bodelschwingh:

“En santo silencio
estamos aquí en el Gólgota,
más y más nos inclinamos
ante el milagro de allá,
cuando el libre se hizo esclavo,
y pequeño el más alto Señor,
cuando el justo por los pecadores
fue a la muerte, vencedor”.

Pero, no permaneció la oscuridad en el Gólgota. Después de las tres horas de sufrimiento propiciatorio, oímos el grito de victoria y libertad que en el texto original consiste sólo de una palabra: “tetelestai” que se puede traducir como “consumado”, “pagado” o “terminado”, y que nuestras Biblias traducen como “Consumado es” (como leemos en Juan 19:30).

Pero, las últimas palabras, la última oración de nuestro Señor antes de su muerte, nos la relata Lucas 23:46 solamente:

“Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”.

Recordemos que Su ministerio público comenzó a orillas del Jordán, con una oración; y con una oración, concluye el Señor Su obra para honra de Dios, encomendando su espíritu confiadamente en las manos del Padre.

No sé si habrá un incentivo mayor para buscar vivir una vida para la gloria de nuestro Dios de todo corazón, que considerar la vida y la muerte perfecta de nuestro Señor y Salvador y detenernos para meditarlo.

Ante la cruz, hubo sólo una conclusión para Isaac Watts el autor del conocido himno:

“La cruz excelsa al contemplar
Do Cristo allí por mí murió,
Nada se puede comparar
A las riquezas de su amor.
Yo no me quiero, Dios, gloriar
Más que en la muerte del Señor.
Lo que más pueda ambicionar
Lo doy gozoso por su amor.
Ved en su rostro, manos, pies,
Las marcas vivas del dolor;
Es imposible comprender
Tal sufrimiento y tanto amor.
El mundo entero no será
Dádiva digna de ofrecer.
Amor tan grande, sin igual,
En cambio exige todo el ser.”

Para concluir este mensaje de La vida de oración de Jesús, queremos contemplar:
El legado de David Brainerd

Él fue uno de los primeros misioneros que, como pioneros, trabajaron entre los pieles rojas de América del Norte.
Esto le costó esfuerzos y sacrificios indecibles, encontrándose a menudo solo en la selva, acosado por la tristeza y los fracasos iniciales, pero una y otra vez encontró descanso y nuevo gozo en Dios. Muchos días y noches los pasó ayunando, orando y meditando sobre la Palabra de Dios.

En el momento en que Brainerd estaba a punto de desistir y dejar la obra misionera, decaído, abatido y deprimido, Dios obró de repente un poderoso avivamiento entre los indios. No había explicación humana para eso.

Los diarios que Brainerd escribió en aquellos años, dan un vivo testimonio de cómo un joven creyente primeramente se reconoce a sí mismo en toda su depravación, pecaminosidad e inutilidad, recibiendo, al mismo tiempo, ojos abiertos para ver la gloria de Dios y la grandeza de Su gracia.

Brainerd murió a los 29 años y pasó sus últimos meses, moribundo, en la casa del conocido predicador del avivamiento y teólogo Jonatán Edwards, quien lo conocía como un padre y había aportado mucho a su desarrollo espiritual.

Cuando humanamente se veía que Brainerd iba a morir, Edwards procuró convencer a su joven amigo para que diera el permiso para publicar sus diarios después de su muerte: Jonatán Edwards cuenta al respecto:

“Fue un arduo trabajo convencerlo de que no guardara bajo llave todos sus escritos privados. Casi era imposible vencer su aversión hacia la idea de publicar cualquier parte de su diario después de su muerte.”

Pero, después de que otros amigos también le pidieran encarecidamente que se retractara de su prohibición ilimitada, entregó parte de sus anotaciones a Jonatán Edwards, para que de ellos sacara “…lo que más gloria diera a Dios y más sirviera a la piedad.”

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