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Autor: Eduardo Cartea Millos

El enemigo de nuestras almas utiliza tres recursos para derrotarnos: la culpa por pecados cometidos en el pasado, el fracaso por nuestra debilidad en el presente, y el miedo por lo que puede suceder en el futuro. 2 de Crónicas nos revela los pilares del éxito: la comunión y la oración.


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PE2559 – Estudio Bíblico
Josafat, un héroe con pies de barro (19ª parte)



Pilares del éxito: comunión y oración

El pueblo de Israel estaba conmocionado, presa de una profunda angustia. Lo leemos en 2 de Crónicas 20. La Biblia nos cuenta que “se reunieron para pedir socorro a Jehová… para pedir ayuda a Jehová” (v.4). El pueblo de Dios estaba cercado por el enemigo. La situación era crítica. Era una dura prueba para ellos. Pedir socorro, pedir ayuda, eran los pensamientos que embargaban la mente de aquellos hebreos.

Como dijimos en el programa anterior, cuando llega el tiempo de la prueba se necesitan dos actitudes en el pueblo de Dios: comunión y oración. Siglos después del reinado de Josafat, cuando la persecución se cernía sobre los primeros cristianos, cuando peligraban sus vidas, leemos en Hechos 4 que se reunieron y “alzaron unánimes la voz a Dios”. Lee despacio esa monumental oración, y subraya los “tu” que aparecen. Siete veces. No era tanto su necesidad, como su reverencia y dependencia. ¿El resultado? Lo puedes leer en el versículo 31 de Hechos 4: “Cuando hubieron orado, el lugar en que estaban congregados tembló; y todos fueron llenos del Espíritu Santo, y hablaban con denuedo la palabra de Dios”.

Así fue siempre en la historia de la Iglesia; el secreto de la victoria es comunión y oración. ¡Cuánto debemos aprender de esta lección! No es “cada uno por su lado”. No es “pensando estrategias humanas”. Es orando juntos, humillados en la presencia del Señor y consultando a Él lo que debe hacerse. Y notemos que en la historia de Josafat estaba todo el pueblo: hombres, mujeres y niños (2 Cr. 20:13). Una verdad poco entendida es la importancia de la reunión de oración. Esta tristemente siempre ha sido la cenicienta de las reuniones de las iglesias, cuando debería ocupar un lugar primordial entre ellas. Si entendiéramos que es uno de los secretos del progreso espiritual de las vidas y las congregaciones, estaríamos más presentes en estos encuentros. Es notable que en todo lugar y en todo tiempo es igual: si se trata de una reunión social, para participar de alimentos, o un concierto musical, muchos hermanos que no tienen la reunión de oración en sus programas semanales, ocupan los primeros asientos y ¡hasta son puntuales!

Hace poco tiempo, una iglesia recibió la visita de un querido hermano para un concierto en el cual él entonaba sus canciones y las matizaba con preciosos pensamientos de la Palabra de Dios. ¡Precioso tiempo de alabanza! La iglesia debió evitar el anunciar su presencia, pues el lugar iba a quedar pequeño. En efecto, les quedó reducido. Dos horas antes del evento ya había gente esperando para acceder a los primeros asientos. La iglesia completa estaba allí, y el resto eran invitados de muchos otros lugares. Se comenzó en punto y con un lleno total. Un marco magnífico. Un encuentro para el recuerdo. A los pocos días, la misma iglesia celebró, como lo hace habitualmente, su reunión semanal de oración. La asistencia habitual. Los que concurrían siempre, estaban, gracias a Dios. Tal vez, algunos más. ¿Y el resto? Prefiero dejar librada a su imaginación la comparación entre las dos concurrencias…

¿Cómo se han producido los grandes avivamientos de la historia, aun en nuestros días? No hay otra respuesta que esta: de la mano de la Palabra de Dios y la oración. Escuchemos lo que Dios dijo a Salomón en la inauguración del magnífico templo de Jerusalén: “Si yo cerrara los cielos para que no haya lluvia, y si mandara a la langosta que consuma la tierra, o si enviara pestilencia a mi pueblo…”. ¿Qué, sin razón? No, sino como respuesta a la conducta de un pueblo ingrato y rebelde, que vez tras vez se olvidó de su Dios.

Pero, ante esas circunstancias, ante la necesidad del pueblo, el mismo Dios les da la salida: “Si se humillare mi pueblo, sobre el cual mi nombre es invocado, y oraren, y buscaren mi rostro, y se convirtieren de sus malos caminos, entonces yo oiré desde los cielos, y perdonaré sus pecados, y sanaré su tierra. Ahora estarán abiertos mis ojos, y atentos mis oídos…” ¿A qué, Señor? “… a la oración en este lugar”. Amigo, ¿cuál es el camino para la restauración espiritual, para un avivamiento espiritual? Comunión, humillación, oración, conversión. Dios lo ha dicho. ¿Por qué, entonces, nos cuesta tanto entenderlo? Los ataques del enemigo serán siempre una realidad para la Iglesia del Señor: problemas de doctrina, diferencias entre hermanos, pecado, divisiones, siempre acosarán a la familia de la fe. Pero la manera de vencer es congregarse y orar.

Si nos fijamos en la oración de Josafat en los versículos 5-13 de 2ª Crónicas 20, notaremos varios aspectos:

En primer lugar, reconocimiento. En el versículo 6 leemos que Josafat dice: “Jehová Dios de nuestros padres. ¿No eres tú Dios en los cielos, y tienes dominio sobre todos los reinos de las naciones? ¿No está en tu mano tal fuerza y poder, que no hay quién te resista?”. Josafat ora al Dios de sus antepasados, de quienes heredó la fe. Ora al Dios que es Todopoderoso. Que tiene dominio sobre todo. Al Dios que tiene tal fuerza y poder que no hay nadie que pueda hacerle frente.

Y entonces dice en los versos 7 y 8: “Dios nuestro, ¿no echaste tú los moradores de esta tierra delante de tu pueblo Israel, y la diste a la descendencia de Abraham, tu amigo para siempre? Y ellos han habitado en ella, y te han edificado en ella santuario a tu nombre…”. La historia del pueblo de Israel le traía el recuerdo del obrar de ese Dios majestuoso que había cumplido sus pactos y promesas hechas a “su amigo” Abraham, y les había dado victoria para conquistar la tierra de su heredad. ¿Podían confiar en ese Dios omnipotente? ¿No habían visto ya su mano obrando maravillas?

¿No es cierto que muchas veces nos encontramos ante problemas que nos parecen insuperables, y llenan de temor nuestro corazón? Recuerdo ahora a aquellos doce espías enviados por Moisés desde Cades-Barnea a reconocer la tierra. Para diez de ellos, los habitantes de Canaán eran gigantes y su Dios, pequeño. Para Josué y Caleb, los cananitas eran pequeños y su Dios, como diría Jeremías siglos después un “poderoso gigante”.

¿Cómo es tu Dios? ¿Cómo es el mío? Hay una frase que dice que “la fe va de Dios a las dificultades. La incredulidad va de las dificultades a Dios. La fe no soslaya las dificultades, no es indiferente, ignorante, ni descuidada frente a ellas. ¿Qué pues? La fe introduce al Dios viviente en todo asunto”. A menudo nos enfrentamos a problemas que para algunos son insuperables. Pero para otros, un asunto que debe ser visto a través de los ojos de la fe en un Dios Todopoderoso. ¡Esa es la diferencia!

Otro aspecto que podemos encontrar en la oración de Josafat de 2ª Crónicas capítulo 20, es la reafirmación de la fe. En el verso 9 Josafat recuerda la confianza de uno de sus antepasados, Salomón, cuando, en la inauguración del templo dedicado a Dios dijo (2 Cr. 6:28-31): “Si mal viniere sobre nosotros, o espada de castigo, o pestilencia, o hambre, nos presentaremos delante de esta casa, y delante de ti (porque tu nombre está en esta casa) y a causa de nuestras tribulaciones clamaremos a ti, y tú nos oirás y salvarás”. Josafat está lleno de fe. Cree lo que aquel imponente rey expuso, orando a su Dios. Lo cree como una promesa divina. No era solo una fórmula. Era una expresión de confianza. Era la certeza que provenía de un corazón sinceramente apoyado en la suficiencia de Dios.

No hay oración que sea contestada si no va acompañada de fe sincera. En Santiago 1:6-7 leemos: “Pero pidan con fe, no dudando nada. Porque el que duda es semejante a la onda del mar, que es arrastrada por el viento y echada de un lugar a otro. No piense pues, quien tal haga, que recibirá cosa alguna del Señor”. Recuerda, amigo, que Jesús dijo: “Todo lo que pidierais en oración, creyendo, lo recibiréis” (Mt. 21:22).

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