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Autor: Wilhem Busch

Un análisis sobre la importancia de Jesús en tanto revelación de Dios, amor que salva, Buen Pastor y Príncipe de Vida.


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PE2369 – Estudio Bíblico
Jesús ¿para qué? (2ª parte)



¡Amigo, qué gusto saludarte nuevamente! En el encuentro pasado estuvimos conversando sobre por qué la fe en el Señor Jesús es la única que puede salvarnos de la ira de Dios y darnos una esperanza eterna. Hablamos acerca de que Jesús es el único que puede guiarnos a Dios, que está oculto a nosotros, y que él es la manifestación del amor de Dios que nos salva del infierno.

Ahora me gustaría agregar también que Jesús es clave en la fe, ya que es el único que puede solucionar el mayor problema de nuestras vidas. ¿Y sabes cuál es este? Bueno, los de avanzada edad pensarán en su cadera o en su riñón, los más jóvenes pensarán en “su chica” o “su chico”… Todos tenemos diferentes problemas. Pero créeme, amigo, que el mayor problema que tenemos es nuestra culpa ante Dios.

Piénsalo de esta manera: imagínate que por naturaleza tuviéramos una cadena de hierro colgada en nuestro cuello, y cada pecado que cometiéramos agregara un nuevo eslabón en esa cadena. Un pensamiento sucio, un eslabón más. He reñido con mi madre, otro eslabón. He hablado mal de otras personas, otro eslabón. Un día sin oración, como si Dios no existiera, otro eslabón más. Falta de franqueza y mentiras, otro eslabón.

Amigo, ¿cuán larga sería tu cadena? ¡Creo que la mía sería imposible de medir! Así es la cadena de nuestra culpa. Así de real y grande es nuestra culpa delante de Dios, aunque no podamos ver esta cadena, y todos arrastramos una. Muchas veces me pregunto por qué la gente no tiene alegría ni es feliz, pues en algunos casos se nota que no les falta de nada. ¿Eres tú feliz? ¿No? Quizá sea porque llevas arrastrando la cadena de la culpa. Y ningún pastor o sacerdote, ni ningún ángel puede quitártela. Dios tampoco puede quitarla, porque es justo: “Lo que el hombre siembra, eso segará”, dice en Gálatas 6:7.

¡Pero ahí está Jesús! Él es el único que puede solucionar el mayor problema de nuestras vidas: Él murió por nuestros pecados, pagó por nuestras culpas cuando murió en la cruz. Por eso es capaz de quitarnos la cadena de la culpa. Es el único que puede hacerlo.

Por experiencia propia puedo decirte que es liberador el saber que tengo el perdón de mis pecados. Es la gran liberación en la vida y no digamos de la muerte. Mi deseo es que usted también la experimente. ¡Acuda hoy a Jesús! Él lo está esperando. Y entonces dígale: “Señor, mi vida ha sido un desastre y está llena de pecado. Hasta ahora me lo había callado todo, y siempre he dicho que yo no era tan malo. Ahora te lo entrego todo a ti. Ahora quiero creer que tu sangre borra toda mi culpa.” El perdón de los pecados es una cosa maravillosa, amigo; ¡pruébalo!

Me gustaría también hablarte de Jesús como el “buen pastor”. ¿Has pasado alguna vez en tu vida momentos de terrible soledad? ¿Has visto tu vida hueca y vacía? ¿Te has dicho “me falta algo”, pero no sabes qué es? Amigo, déjame decirte que lo que te está faltando es un Salvador, el Salvador vivo, Jesucristo.

En el programa anterior te conté que Jesús murió en la cruz para pagar nuestra culpa. No olvides esta frase: “El castigo, por nuestra paz, cayó sobre Él.” Después de su muerte, pusieron el cuerpo de Jesús en un sepulcro y lo cerraron con una gran piedra. Por si acaso, el gobernador romano selló la piedra y puso cuidando del sepulcro una guardia de legionarios de toda confianza. En la mañana del tercer día, cuando aún era de noche, seguían allí con sus escudos y lanzas en las manos. Pero, de repente, vino una luz que lo iluminó todo como si fuese de día. La Biblia dice en Mateo 28:2 que “un ángel del Señor, descendiendo del cielo, removió la piedra”. Y Jesús salió de la tumba, y eso fue tan terrible que los soldados se desmayaron. Un par de horas más tarde, Jesús acude a una pobre joven. La Biblia cuenta en los evangelios que había tenido siete demonios que Jesús había echado fuera. Esta chica estaba llorando, cuando Jesús vino a ella; sin embargo no se desmaya. Todo lo contrario, se alegra mucho cuando reconoce al Señor Jesús resucitado y le dice: “¡Maestro!”. Había sido consolada porque sabía que Jesús estaba vivo y era el buen Pastor que estaba con ella.

¿Lo ves, amigo? Por eso yo quiero tener a Jesús, porque necesito a uno que me sostenga de la mano. La vida me ha arrojado a profundidades muy oscuras; por causa de mi fe he sido encarcelado varias veces por los nazis. Hubo momentos en los que pensé que estaba solo a un paso de la locura; ¡pero entonces Jesús me asistió!

Te contaré algo que yo mismo he vivido una tarde en una cárcel. Aquello parecía el infierno, porque provisionalmente ingresó gente que iba a un campo de concentración. Era gente que ya no tenía ninguna esperanza, en parte eran criminales, en parte era gente inocente, judíos. Un sábado por la tarde les sobrevino una desesperación atroz, y todos empezaron a gritar. ¡No se lo pueden imaginar ustedes! Un edificio entero con celdas llenas de desesperación, donde todos están gritando y dándose contra a las paredes. Los guardas se pusieron nerviosos; corrían de acá para allá, disparaban sus revólveres contra el techo, y hasta le dieron una paliza a uno. Yo estaba en mi celda y pensé: “Así será en el infierno”. Pero en esa situación recordé que Jesús efectivamente estaba conmigo. Entonces en voz baja yo dije en mi celda: “¡Jesús! ¡Jesús! ¡Jesús!”. Y en tres minutos todo estaba en silencio.
¿Comprendes, amigo? Nadie oyó que yo lo invoqué, sólo Él; y los demonios tuvieron que irse. Ahí me di cuenta de lo que significa tener a un Salvador vivo.

En último lugar, amigo, me gustaría explicarte que Jesús también es el Príncipe de la vida. Una vez hace bastante tiempo dirigí un campamento en la selva de Bohemia, una cordillera a lo largo de la frontera entre Alemania, Austria y República Checa. Después de haber finalizado este retiro y después de marcharse los chicos, yo tuve que esperar allí un día más hasta que llegó a recogerme un vehículo. Pasé la noche en un antiguo castillo que había pertenecido a algún rey. Ahora solo vivía allí el guarda forestal y todo estaba bastante decaído. No había luz eléctrica, pero sí un gran salón con una chimenea donde ardía un fuego acogedor. Me proveyeron una lámpara de kerosene y me desearon “buenas noches.” Fuera rugía una tormenta. La lluvia azotaba los pinos que había alrededor del castillo. Era un lugar adecuado para una historia de ladrones. Y justamente esa tarde yo no tenía nada para leer. Pero encima de la chimenea me encontré un cuadernillo y empecé a leerlo a la luz del farol de kerosene. Jamás había leído algo tan horrible. En ese escrito un médico lanzaba toda su furia contra la muerte. A lo largo de muchas páginas decía así más o menos: “Oh muerte, ¡enemiga de la humanidad! Una semana llevo luchando por la vida de un hombre y pensaba que ya había salido del peligro, y entonces te asomas detrás de su cama con tu risa irónica y me lo arrebatas – y todo fue en vano. Puedo curar a las personas, pero sé que al final todo es en vano – vienes con tu guadaña, y ¡zaz! – todo se acabó. ¡Oh, muerte engañadora, enemiga cruel!” Página tras página había allí solo odio contra la muerte. Y, por último, vino lo más terrible: “Oh muerte, punto final. ¿Qué digo? No, ¡signo de exclamación!” Y literalmente continuó de esta forma: “¡Maldita! Ojalá fueras un signo de exclamación. Pero cuando te miro te conviertes en un signo de interrogación. Y yo me pregunto: ¿Termina todo con la muerte? ¿Qué viene después de ti? ¡Maldita muerte, infame incógnita!”

Ahí está el problema, amigo. ¿No te parece? Yo te puedo decir, sin embargo, que con la muerte no acaba todo. Jesús lo sabe muy bien y Él dijo: “Es ancho el camino que lleva a la perdición, y estrecho es el camino que lleva a la vida.” Pero la decisión se toma aquí en esta vida. Y ahora, yo me gozo en que tengo un Salvador que me da la vida, desde ya en este mundo, pues Él es la vida que lleva a la vida. Por eso predico a Jesucristo tan gustosamente.

¿Cuántas veces por día escuchamos noticias de muerte? En los noticieros, en el barrio, hasta en nuestras propias familias. Sin embargo, en este mundo de muerte hay Uno que ha resucitado de la muerte. Es Jesús que nos dice: “¡Porque yo vivo, vosotros también viviréis! ¡Venid a mí! ¡Convertíos a mí! ¡Entregaos a mí, porque yo os llevo a la vida!” ¿No es esto maravilloso? ¿Cómo es posible vivir en este mundo mortal sin este Salvador que es la vida y conduce a la vida eterna?

¿Jesús? ¿Para qué? ¡Todo, verdaderamente todo, depende de que usted Lo conozca!

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