El Plan de Cristo para la Iglesia – III (1ª parte)

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Autor: William MacDonald

La asamblea en el Nuevo Testamento, un tema que está muy en el corazón de Dios y ciertamente es de suma importancia para el Señor Jesucristo. Hemos visto que Cristo es la Cabeza de la Iglesia. Los creyentes somos miembros de Su cuerpo. Todos tenemos dones. Y ahora queremos resaltar que todos los creyentes son sacerdotes. Sacerdotes santos. Sacerdotes reales.


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PE2303 – Estudio Bíblico
El Plan de Cristo para la Iglesia – III (1ª parte)



Les saludo cordialmente, queridos amigos, y les invito a comenzar con el tema: El sacerdocio de todos los creyentes.

En 1 Pedro 2:1 al 9, leemos: “Desechando, pues, toda malicia, todo engaño, hipocresía, envidias, y todas las detracciones, desead, como niños recién nacidos, la leche espiritual no adulterada, para que por ella crezcáis para salvación, si es que habéis gustado la benignidad del Señor. Acercándoos a él, piedra viva, desechada ciertamente por los hombres, mas para Dios escogida y preciosa, vosotros también, como piedras vivas, sed edificados como casa espiritual y sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales aceptables a Dios por medio de Jesucristo. Por lo cual también contiene la Escritura: He aquí, pongo en Sion la principal piedra del ángulo, escogida, preciosa; y el que creyere en él, no será avergonzado. Para vosotros, pues, los que creéis, él es precioso; pero para los que no creen, La piedra que los edificadores desecharon, ha venido a ser la cabeza del ángulo; y: Piedra de tropiezo, y roca que hace caer, porque tropiezan en la palabra, siendo desobedientes; a lo cual fueron también destinados. Mas vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios, para que anunciéis las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable”.

En los capítulos anteriores, hablamos sobre Cristo como la Cabeza de la Iglesia, y nuestra obligación de reconocerlo a Él como Cabeza y seguir Su guía en el control y administración de la asamblea.

También mencionamos que todos los creyentes son miembros del cuerpo de Cristo, y esto nos enseña a reconocer a todos los creyentes verdaderos como nuestros hermanos y hermanas en Cristo, aunque no estemos de acuerdo con ellos en todas las cosas. Podemos dibujar un círculo ajustado alrededor nuestro en lo que respecta a los principios de la Palabra de Dios, y luego un círculo amplio en lo que respecta a nuestro afecto por el pueblo de Dios.

También hablamos que todo creyente tiene dones. Por lo menos uno.

Ahora, queremos enfatizar que todos los creyentes son sacerdotes. Todos los creyentes hoy día son sacerdotes de Dios. Las mujeres son sacerdotisas. Los hombres son sacerdotes. Todos los creyentes son sacerdotes.

Son sacerdotes santos. Así dice el versículo 5: “Vosotros también, como piedras vivas, sed edificados como casa espiritual y sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales aceptables a Dios por medio de Jesucristo”.

Son sacerdotes reales. Lo menciona el versículo 9: “Mas vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios, para que anunciéis las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable”.

En el Antiguo Testamento, para poder ser sacerdote, se debía pertenecer a la tribu de Leví y a la familia de Aarón y, por supuesto, se debía ser varón. El propósito de los sacerdotes en el Antiguo Testamento era el de ofrecer sacrificios físicos, materiales a Dios. Algunas veces se ofrecía como sacrificio un animal. Otras veces era una ofrenda de grano.

Era principalmente un sistema de rituales. El sacerdote en realidad era un esclavo ceremonial, el cual tenía que realizar interminables ceremonias que no lograban eliminar el pecado. Realizaba expiación por el pecado. Los sacerdotes hacían expiación por el altar. Los sacerdotes hacían expiación por los vasos que se usaban en el templo. El altar y los vasos nunca habían pecado. No, era sólo una ceremonia que consagraba esos objetos dejándolos ritualmente limpios para el servicio del Señor. Pero, toda la sangre de las bestias sacrificadas en los altares judíos nunca logró eliminar un solo pecado ni limpiar una sola mancha de culpabilidad.

Los sacrificios de los sacerdotes en el Nuevo Testamento eran bastante diferentes. Son sacrificios espirituales. ¿Cuáles son algunos de los sacrificios espirituales que podemos ofrecer a Dios?

En primer lugar, el sacrificio de nuestros cuerpos.

Como lo menciona Romanos 12:1 y 2: “Así que, hermanos, os ruego por las misericordias de Dios, que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro culto racional. No os conforméis a este siglo, sino transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento, para que comprobéis cuál sea la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta”.

Ésta es la forma más elevada de adoración que alguien puede ofrecer. Implica ponerse de rodillas y rendir su cuerpo, y al hacerlo se entrega a sí mismo al Señor para lo que sea que Él quiere que haga. Es lo más razonable, lógico y sensato que una persona puede hacer. Si el Señor Jesucristo es Dios, y Él murió por nosotros en la cruz de vergüenza, lo menos que podemos hacer es entregar nuestros cuerpos a Él para que los use como desee hacerlo.

Pero esto es una gran piedra de tropiezo en las vidas de los creyentes. Recuerdo que Charles Thomas Studd dijo: “Si Jesucristo es Dios y murió por mí, entonces no hay sacrificio demasiado grande que yo haga por Él”. También dijo que siempre había tenido en cuenta que Cristo había muerto para comprarlo, y que si él tomaba su cuerpo y lo usaba para lo que él mismo quería, era un ladrón, porque estaba tomando algo que no le pertenecía. Y exclamó: “Cuando vi eso, no me pareció muy difícil entregarle mi vida al Señor”. Ese es el sacrificio que podemos ofrecerle al Señor.

El segundo es el sacrificio de nuestra alabanza.

Lo leemos en Hebreos 13:15: “Así que, ofrezcamos siempre a Dios, por medio de él, sacrificio de alabanza, es decir, fruto de labios que confiesan su nombre”.

De hecho, cuando alabamos al Señor, cuando lo adoramos, realmente cumplimos el propósito de nuestra existencia en la tierra. El Catecismo de Westminster estaba en lo correcto al decir que el propósito principal del hombre era glorificar a Dios y disfrutarlo para siempre. La alabanza es la debida entrega de nuestras vidas, en gratitud por lo que el Señor hizo por nosotros.

Por consiguiente, las buenas obras son otro sacrificio.

Así dice Hebreos 13:16: “Y de hacer bien y de la ayuda mutua no os olvidéis; porque de tales sacrificios se agrada Dios”.

Cuando pensamos en las buenas obras, algunos piensan en ponerse en pie y predicar, o salir a ganar almas, o alguna tarea espiritual similar. De hecho, cualquier cosa que un creyente haga en obediencia a la Palabra de Dios, con el propósito de glorificar al Señor, ayudando a otras personas, es una buena obra.

Cuando va a su oficina, o a su trabajo, y lo realiza para glorificar al Señor, ésa es una buena obra. Dios la considera como buena obra. Puede que usted diga: “No es algo espiritual”. Sí, es espiritual. Dios no diferencia entre lo espiritual y lo secular como nosotros lo hacemos.

Así que tenemos su cuerpo, su alabanza, sus buenas obras, y sus posesiones. Sí.

“Y de hacer bien y de la ayuda mutua no os olvidéis; porque de tales sacrificios se agrada Dios” (dice Hebreos 13:16).

Otro sacrificio obvio es el de compartir, la maravillosa experiencia de alegrarnos al dar al Señor y a la obra del Señor. Conocer el gozo de dar para Dios y observarlo a Él cuando nos da a nosotros, y darnos cuenta que Su dar es mayor que el nuestro.

Y luego, nuestras oraciones también se mencionan como un sacrificio a Dios, en el Salmo 141:2:

“Suba mi oración delante de ti como el incienso,
el don de mis manos como la ofrenda de la tarde”.

¡Esto es hermoso! Es asombroso que estas cosas que podemos hacer en la tierra afecten las cosas en el cielo. Un creyente puede orar, y llenar el área alrededor del trono de Dios con incienso fragante. ¡Eso es grandioso! Como creyente común y corriente, usted puede experimentar esto: “Suba mi oración delante de ti como el incienso, el don de mis manos como la ofrenda de la tarde”.

Y entonces, lógicamente, nuestro servicio al Señor también es uno de los sacrificios que podemos ofrecerle. Pablo lo expresa en Romanos 15:16:

“Para ser ministro de Jesucristo a los gentiles, ministrando el evangelio de Dios, para que los gentiles le sean ofrenda agradable, santificada por el Espíritu Santo”.

¡Qué visión tan maravillosa y exaltada del ministerio cristiano, que los gentiles, por ejemplo, vengan y se ofrezcan a Dios como sacrificio!

Todos los creyentes son sacerdotes. Sin embargo, existen controles sobre el sacerdocio en el Nuevo Testamento. Y los comenzaremos a mencionar en el próximo programa, porque el tiempo se ha acabado. ¡Hasta entonces y que Dios los bendiga!

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