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Autor: Eduardo Cartea Millos

No es poco común leer comentarios adversos hacia Marta, pero ella también recibió un doble llamado del Señor. Repasemos algunos rasgos de la personalidad de Marta, para entender quién era esta preciosa mujer de los Evangelios.


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PE2871- Estudio Bíblico
Cuando Dios llama dos veces (26ª parte)



El valor de una preciosa mujer

Hola, estamos viendo junto a usted en estos programas la historia del doble llamado de Dios a una mujer muy especial: Marta de Betania.

No es poco común leer comentarios adversos hacia Marta. Muchas veces se ponen en contraste las actitudes de las dos hermanas como si se debiera optar por una o por la otra. Elegir entre trabajar y adorar. Entre una vida de acción y una vida de contemplación. No es lícita tal disquisición. Ambas tareas son necesarias. Parecería que para el Señor es más importante la adoración que la acción. Pero no son excluyentes. Aunque probablemente sea más fácil por nuestra naturaleza trabajar que adorar. “Lo que hacemos con Cristo es mucho más importante que lo que hacemos para Cristo”.

Es cierto que “la mejor parte”, dicho por el Señor, le corresponde a María, pero no podemos obviar la buena disposición de Marta en atender al Señor con su servicio. Por lo tanto, lo óptimo es un sano equilibrio entre ambas actitudes.

Pero, repasemos algunos rasgos de la personalidad de Marta, para entender quién era esta preciosa mujer de los Evangelios.

Marta amaba al Señor. Era una familia, posiblemente de tres hermanos huérfanos, pues no se mencionan sus padres, y sin duda, tenían por Jesús un sentimiento de amor especial. El hecho de hospedarle, probablemente también acompañado de sus discípulos, demuestra que estaban en una buena posición, que el Señor nunca juzgó ni despreció. Pero, sobre todo, el hecho de permitir que Jesús, aquel que “no tenía lugar donde recostar su cabeza”, tuviera descanso en su hogar, demuestra el cariño especial que sentían por él. En aquella casa, el Señor Jesús recibió las atenciones y cuidados necesarios para reponerse de las agotadoras jornadas de ministerio, no solo por el cansancio físico, pero también por los pesares del alma de aquel que era “varón de dolores, experimentado en quebranto”. En aquel hogar no solo “hospedaron ángeles”, como sugiere la epístola a los Hebreos cap. 13, ¡sino que lo hicieron al Señor de ellos! Ese sentimiento de amor era correspondido por el Salvador, pues en Juan 11, leemos: “Amaba Jesús a Marta, a su hermana y a Lázaro”.

“La excelente hospitalidad que él encontraba en el hogar de Marta le era de gran importancia. Nadie disfrutaba más su cocina que él. Nadie encontraba su espacioso hogar más hermoso o acogedor. Pero él siempre tenía los asuntos reales en perspectiva. No podía pasarlos por alto ni tan siquiera ante el cansancio de su cuerpo y su necesidad humana de los servicios de Marta”.  

La hospitalidad requiere acción. Es un servicio que no todos los creyentes están dispuestos a dar. Ser hospitalario significa recibir con amor a los que necesitan ser hospedados. Significa servirles, atenderles, darles un lugar en el hogar. Y en esto, indudablemente sobresale la sensibilidad femenina. En Romanos 12, la Palabra a través del apóstol nos dice: “Compartiendo para las necesidades de los santos; practicando la hospitalidad. Y en Hebreos 13, agrega: “No os olvidéis de la hospitalidad”.  Sin duda, cuando se hace con decoro y sencilla abundancia, es una de las formas de demostrar el amor práctico hacia el Señor y sus siervos. Quienes lo hemos hecho, hemos sido muy bendecidos. Quienes lo hemos recibido, también.

Marta era fiel creyente. No solo por recibirle en casa, sino por creer en su poder como Hijo de Dios. En Juan 11, al enfermar Lázaro, junto con su hermana María enviaron a decir a Jesús: “Señor, el que amas está enfermo”. Señor, no era un título protocolar; era la convicción del señorío de Cristo, de su dignidad, de su origen celestial. Significaba ocupar la posición de siervas ante él. De reconocerle en toda la excelsa dimensión de su Persona gloriosa. Habían entendido quién era Jesús, porque creían en él como Salvador y Señor, pues “nadie puede llamar a Jesús Señor, sino por el Espíritu Santo”.

Marta era una mujer de fe.  En Juan 11, que narra la muerte de Lázaro, su hermano, la vemos corriendo hacia el encuentro del Señor, seguramente fuera de la aldea, o a la entrada de la misma. Mientras María, de un carácter más reservado, se quedó en la casa, Marta, fogosa, activa, no solo está a cargo del evento, sino que apenas se entera de la llegada del Maestro, va en busca de él, a quien había llamado y, sin saber por qué se había demorado dos largos días en llegar.

Luego, oímos la conversación que mantuvo con el Señor. “Señor, si hubieses estado aquí, mi hermano no habría muerto”. Suena a reproche, o, al menos a decepción ¿verdad? Si fuera así, no sería más que una forma muy humana de pensar, de ver las cosas. Como solemos verlas nosotros muchas veces.  Pero, tal vez, no era tal cosa; también puede ser la demostración cabal de una fe indubitable en el poder del Señor. Sería como decirle al Señor: “Si hubieras estado aquí, esto no hubiera ocurrido. Tú lo hubieras impedido”.  ¡Cuántas desgracias ocurren en nuestra vida cuando Cristo no está “aquí”! Pero la fe de Marta estaba intacta. Por eso le dice: “Tu hermano resucitará”.

A los oídos de Marta esa declaración sonó a lo que ella creía: la resurrección final de los justos, por lo que contestó: “Yo sé que resucitará en la resurrección, en el día postrero”. Pero Jesús le contestó con aquella inefable revelación que incluye una maravillosa perspectiva para todos los que creen en Su nombre: “Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá. Y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente”. Después de esta gloriosa promesa, le pregunta: “¿Crees esto?”. Y nuevamente brilla la fe sencilla y decidida de Marta: “Sí, Señor; yo he creído que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios que has venido al mundo”. En esta contestación incluyó tres títulos del Señor: “El Cristo”, el Mesías esperado, el ungido de Dios. El “Hijo de Dios”, confesando la deidadde Aquel que era el unigénito del Padre. “El que ha venido”, en calidad de Salvador para cumplir la obra de la redención de los pecadores. ¡Qué declaración! ¡Qué certeza! ¡Qué convicción! 

Así que, antes de juzgar a Marta, era bueno que recordáramos la clase de mujer y de creyente que era.

Marta era también una mujer de acción. Su casa estuvo siempre abierta para el Señor y los suyos. En esta visita narrada en Lucas 10 es posible que fuera Jesús solo, con lo cual serían al menos tres ó cuatro a la mesa (Lázaro no se menciona en el pasaje), o quizás rodeado de sus doce discípulos, en cuyo caso serían al menos quince o dieciséis (si es que Judas aún estaba entre los doce). Lo más seguro es que el Señor estuviera con sus discípulos, porque Jesús no iba solo, sino con los suyos.

El hecho de referirse al Señor donde dice “entró en una aldea”, se entiende porque él era el líder del grupo, donde dice que “le hicieron allí una cena”. Por otra parte, el apuro que sufrió Marta por preparar el alimento, y la enseñanza que impartía el Maestro, hacen pensar que no solo había tres o cuatro personas en la casa.  Lo cierto es que Marta se había ocupado en recibir a su o sus huéspedes. Y eso no era poca cosa. ¿No hubiéramos hecho algo semejante si el Señor viniera a nuestra casa? ¿No nos hubiéramos esmerado en lo que le ofreceríamos, aunque fuera algo sencillo, de acuerdo a nuestras posibilidades?  En Juan 12 dice: “le hicieron  –al Señor Jesús– allí una cena; Marta servía…”. Siempre en acción. No hay lugar, pues, para la crítica hacia esta preciosa mujer. La lección pasa por otro lado. Ya veremos. 

Además, Marta era una mujer de hogar. Recibir al Señor, abrir su casa, preparar la cena, servirla, atender a los invitados, son todas tareas de una mujer sencilla, de hogar.

Se ha perdido mucho en los últimos tiempos del rol de la mujer en el hogar. La posmodernidad considera el trabajo de la mujer como algo indigno e impuesto por la “cultura patriarcal”. Pero, aunque para este pensamiento “progresista” sea algo pasado de moda, aunque ser “ama de casa” se considere algo de poco valor y fuera de época, no hay nada que sustituya el trabajo del hogar, de la esposa, de la madre que con esmero y cariñosa dedicación mantienen el orden, el ambiente de sano equilibrio, la santidad del hogar.

Es indudable que el centro de un hogar cristiano es la mujer, la esposa, la madre. Aquella mujer virtuosa que “se levanta aun de noche, y da comida a su familia”. Que “ciñe de fuerza sus lomos y esfuerza sus brazos”. Que “considera los caminos de su casa y no come el pan de balde”. Aquella a quien “se levantan sus hijos y la llaman bienaventurada; y su marido también la alaba”. Es la mujer “que teme a Jehová”.

No hay bendición mayor que haber recibido del Señor el regalo de una esposa que sea una “mujer de hogar”, una de esas mujeres que profesan piedad.

¡Demos gracias a Dios por ellas, y démosle la honra que ellas merecen! En nuestro próximo encuentro, seguiremos acompañando la historia de Marta.

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