Cuando Dios llama dos veces: Un llamado a la consagración (20ª parte)

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Autor: Eduardo Cartea Millos

La historia del llamado de Samuel, comienza contra el triste trasfondo del tiempo de los jueces: La palabra de Dios escaseaba, no había visión, no había lideres espirituales. Pero Dios sigue fiel y llama a la consagración.


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PE2865- Estudio Bíblico
Cuando Dios llama dos veces (20ª parte)



Un llamado a la consagración

Hola, seguimos viendo en la Biblia los dobles llamados de Dios. Ya pasaron Abraham, Jacob y Moisés. Y ahora veremos a otro de los grandes personajes del libro sagrado: Samuel.

Samuel es uno de los grandes caracteres de la Biblia. Un hombre ejemplar. Una vida trascendente que marcó un hito en la historia de Israel.

Samuel fue el nexo entre la teocracia y el reino. El último de los jueces y a la vez el primero de los profetas, de aquellos que traían la voz de Dios al pueblo y, en su caso, como un dique de contención para evitar que Israel se precipitara en ruina moral y espiritual.

Nació en el seno de una familia de ascendencia levítica. Sus padres fueron Elcaná y Ana. La historia de su nacimiento se narra en los capítulos 1 y 2 del primer libro que lleva su nombre. Su madre, que no podía tener hijos, lo pidió a Dios en oración para dedicarlo como nazareo al Señor antes de su nacimiento. Después de sus primeros años de vida, siendo aún un niño pequeño, tal vez de cuatro o cinco años fue llevado al santuario donde fue criado y enseñado por el sacerdote Elí. Aun siendo muy joven fue llamado por Dios y “fue establecido como profeta por el Señor”.

Hasta ese momento, el sumo sacerdocio era la mayor autoridad en el pueblo hebreo. Pero al compás de las naciones, Israel prefirió tener un rey, y así el sacerdocio, como uno de los órganos de la teocracia, cedió el lugar al reino. La tribu de Leví dio paso desde David a la de Judá, de donde vendría el Rey de reyes.

Su advenimiento fue muy oportuno, pues Israel necesitaba un carácter firme, un hombre consagrado para ser utilizado por Dios. El sacerdocio, en esa época y desde los días de Finees, el hijo de Eleazar y nieto de Aarón, era débil. La prueba es Elí, un hombre tibio y de escaso discernimiento.

La nación se debatía en una profunda anarquía. La hostilidad de las naciones enemigas, el libertinaje espiritual, la corrupción moral estaban minando las bases del pueblo elegido. Dice la Biblia: “En aquellos días no había rey; cada uno hacía lo que bien le parecía”. Al mismo tiempo, vez tras vez en el libro de los Jueces repica, como una campana que tañe a duelo, aquella frase lapidaria: “los hijos de Israel hicieron lo malo ante los ojos del Señor”.

En medio de esa época entre trágica y heroica para Israel, el Señor tenía un hombre preparado. Un hombre fuerte y fiel, de oración y convicción. Un hombre de Dios.

Nunca el Señor dejó a su pueblo sin hombres y mujeres de este calibre. En todas las épocas Dios levantó, levanta y levantará hasta la venida de Cristo, siervos obedientes, santos, consagrados, dispuestos a llevar adelante con fidelidad los negocios del Padre. A veces pensamos con nostalgia: “los grandes hombres del pasado ya no vuelven”. No, ellos no vuelven, pero el Señor, en su gracia, siempre tuvo, y siempre tendrá reemplazos para seguir la obra.

¡La iglesia no se detiene! Y Dios siempre suple aquello que a la iglesia le hace falta, y que el mundo sin Dios necesita.

A este hombre, Samuel, lo llamó dos veces. Y lo llamó a una vida de consagración. Miremos la situación espiritual de Israel en el contexto de su vida y ministerio:

En primer lugar, la palabra del Señor escaseaba. Como consecuencia de la situación del pueblo en el tiempo de los jueces, particularmente en los últimos años después de la partida de Sansón, un hombre de fe, sin duda, aunque errático en su vida espiritual, no había mensaje dado por Dios a sus siervos los profetas. La época de los jueces, aquellos caudillos que Dios levantó para liberar al pueblo de sus opresores y sostener la teocracia, es decir, el gobierno de Dios sobre su pueblo, comenzaba a decaer sin haber podido, a causa de la anarquía reinante, liberarse de sus enemigos.

Se ha llamado a la época de los jueces “la edad de hierro en Israel; época cruel, bárbara, sangrienta”. La idolatría imperaba en el pueblo, y la palabra de Dios era, como indica el original “preciosa”, no porque fuera estimada, sino porque era costoso recibirla por haber escasez de ella. 

2º. No había visión con frecuencia. Dios se revelaba muchas veces de esta forma, con visiones; por eso a los profetas también se le llamaban videntes. Pero en ese tiempo Dios no revelaba ningún mensaje, ningún nuevo propósito suyo para su pueblo. La apostasía y una profunda inactividad profética eran los signos de esa época.

3º. No había liderazgo. Elí era el juez y sacerdote en esos días, descendiente de Itamar, el hijo de Aarón. Pero después de juzgar a Israel durante cuatro décadas ya era viejo y además tenía un serio problema de sucesión: sus hijos eran impíos, livianos, transgresores y corrompidos en extremo. Dos versículos los definen claramente:

“Los hijos de Elí eran hombres impíos, y no tenían conocimiento de Jehová”. “Era, pues, muy grande delante de Jehová el pecado de los jóvenes; porque los hombres menospreciaban las ofrendas de Jehová”.

No tomaban en cuenta al Señor ni las obligaciones del sacerdocio. Así sucedió a través de la historia, y aun sucede, cuando el clero – la jerarquía eclesial, nunca respaldada por la Escritura– impone derechos por encima del pueblo de Dios, viviendo a expensas suyas, sin temor de Dios y usurpando un lugar de honra que no les corresponde a ellos, sino al mismo Señor. 

Lo peor es que Elí no era un hombre de temperamento, era débil de carácter, sin valores, sin discernimiento, y sin futuro, pues, ya que había honrado a sus hijos más que a Dios, tal como lapidariamente le alcanzó el juicio del cielo, Dios había decidido hacer morir a sus hijos Ofni y Finees y acabar para siempre con la descendencia sacerdotal de Itamar, proveyendo, sin embargo un “sacerdote fiel que haga conforme a mi corazón y mi alma”, referida a la descendencia de Eleazar, pero, en última instancia, mirando a Aquel que perfecto sacerdote según el orden de Melquisedec.

Patética figura la de Elí de un líder tibio, ineficaz, y parecería de relativa espiritualidad. Tal vez, solo podemos rescatar del anciano sacerdote la instrucción que sin duda y el sabio consejo que dio a Samuel, cuando interpretó que era Dios mismo el que llamaba a su joven ayudante, y el acatamiento a la voluntad divina.

Es triste cuando el liderazgo del pueblo de Dios es así. Vivimos días difíciles, en los cuales la iglesia del Señor atraviesa tiempos de superficialidad, liviandad y falta de compromiso. Y muchas veces este estado de cosas comienza en el liderazgo, cuando los ancianos, los diáconos, los hermanos y hermanas responsables de la obra de Dios, no viven en santidad, tolerando el pecado y teniendo en poco lo que significa estar comprometidos con la obra del Señor. Teniendo afectos, relaciones y hogares que no adornan el Evangelio, ni llevan gloria al nombre de Cristo. Se pueden tener todos los títulos del mundo, y los dones más destacados, pero todo es hojarasca, si no están respaldados por un carácter moral y espiritual que estén a la altura del ministerio. Alguien dijo: “Si la conducta no está a la altura del ministerio, pronto el ministerio estará a la altura de la conducta”.

En la historia de Israel, el cuadro de un liderazgo sin compromiso, liviano, remiso a todo lo espiritual se repitió muchas veces. Una de ellas fue la que precedió al cautiverio babilónico del reino del sur. Y allí Jeremías, aquel hombre del llanto visible e invisible, por lo profundo de su sufrimiento, viendo al pueblo deslizarse en el tobogán de la ruina espiritual, escribe su profecía, y en el capítulo 6 les dice, casi en una poesía de gran belleza: “¡Ay de nosotros! Que va cayendo ya el día, que las sombras de la tarde se han extendido”. ¿Qué había pasado? Los versículos siguientes nos dan la respuesta. Era un pueblo, como en el tiempo de Samuel que estaba enfermo; que no oía a Dios, porque su palabra –dice el profeta– “les es cosa vergonzosa, no la aman”; livianos al denunciar el pecado; aborreciendo sus leyes; ofrendando a Dios sacrificios hipócritas.

 A pesar de ello, el inclaudicable amor de Dios para aquel pueblo les exhortaba: “Corrígete, Jerusalén, para que no se aparte mi alma de ti, para que no te convierta en desierto, en tierra inhabitada”; “Paraos en los caminos, y mirad, y preguntad por las sendas antiguas, cuál sea el buen camino, y andad por él, y hallaréis descanso para vuestra alma”. No da gana de seguir leyendo cómo termina el versículo, triste realidad de ese pueblo: “Dijeron: no andaremos”.

Los siglos pasan, y reiteradamente el pueblo de Dios repite las mismas desventuras. Por eso, nos alcanza la misma sentencia divina: “Yo –dice Dios– honraré a los que me honran, y los que me desprecian serán tenidos en poco”. ¡Que podamos considerarla con temor y temblor!

Pero, en medio de ese lodazal moral y espiritual, Dios tenía a su hombre. Siempre tiene sus hombres y mujeres en el lugar apropiado y en el momento justo. Y ese hombre era Samuel.

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