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Autor: William MacDonald

Un enfoque claro sobre algunas de las principales enseñanzas de la Biblia: ley y gracia, venidas de Cristo, Israel y la Iglesia, expiación, dos naturalezas, y más.


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PE2428- Estudio Bíblico
¿Cuál es la diferencia? (13ª parte)


 


Amigos, ¿cómo les va? A lo largo de toda esta serie hemos estado hablando sobre distinciones bíblicas. En este sentido, creo que no hay nada más práctico que la diferencia entre las dos naturalezas del creyente. Cuando el creyente desconoce esta verdad, puede ser afligido por culpa, duda y desánimo. Así que es importante reconocer que cada cristiano tiene dos naturalezas, una vieja y otra nueva, y debemos entender las características de cada una.

Primeramente está la antigua naturaleza. Todos, salvos y perdidos, tienen una antigua naturaleza. Es la única naturaleza que el incrédulo tiene. Es heredada de Adán y permanece durante toda la vida. Podemos llamarla “naturaleza de Adán”, “antigua naturaleza” o “la carne”. David la reconoció con estas palabras en el Salmo 51:5: “He aquí, en maldad he sido formado, y en pecado me concibió mi madre”. Pablo se refirió a ella cuando escribió estas palabras en Romanos 7:18: “Y yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien”. No debemos esperar nada bueno de ella, ni desanimarnos cuando no hallemos nada bueno en ella. Es serio reconocer que cada uno de nosotros tiene una naturaleza capaz de cualquier tipo de pecado. La naturaleza de Adán es uno de los tres enemigos del creyente, siendo los otros dos el mundo y el diablo. La antigua naturaleza es el enemigo adentro, el traidor, miembro de la “quinta columna” que simpatiza y colabora con los enemigos.

Le encanta alimentarse de lo que no edifica y de lo inmundo. Por ella el hombre está naturalmente torcido en contra de Dios. Cobija enemistad contra Dios, no se sujeta a Su ley ni le puede agradar. Debido a esta naturaleza, las personas están más dispuestas a aceptar el error que la verdad. Esta naturaleza de Adán es incurablemente mala. Aun cuando un hombre o una mujer ha vivido una vida santa durante muchos años, la antigua naturaleza no es en nada mejor que antes. El Señor no tiene proyecto de reformarla ni mejorarla. La condenó en la cruz del Calvario. Romanos 8:3 nos explica que “Dios, enviando a su Hijo en semejanza de carne de pecado y a causa del pecado, condenó al pecado en la carne”; y el 6:6 agrega: “Nuestro viejo hombre fue crucificado juntamente con él”. Ahora Dios instruye al creyente a considerarlo muerto, esto es, responder como respondería un muerto.

Cuando al ser humano se le prohíbe hacer algo, en seguida la antigua naturaleza desea hacerlo. Pablo describe esta experiencia extraña en Romanos 7:7-9: “…Porque tampoco conociera la codicia, si la ley no dijera: No codiciarás. Mas el pecado, tomando ocasión por el mandamiento, produjo en mí toda codicia; porque sin la ley el pecado está muerto. Yo sin la ley vivía en un tiempo; pero venido el mandamiento, el pecado revivió y yo morí”. Pablo también comparaba la antigua naturaleza a un cadáver atado a su espalda. Se trata de un cuerpo muerto, descomponiéndose y maloliente. Le seguía en todo momento y por esto él clamó angustiado en Romanos 7:24: “¡Miserable de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?”. La antigua naturaleza es lo que somos en Adán, esto es, como descendientes suyos. El Señor Jesucristo murió tanto por esto como por los pecados que hemos cometido. Esto nos consuela, porque lo que somos es mucho peor que cualquier cosa que hayamos hecho.

Ahora, amigo: todo lo que venimos diciendo no niega la verdad de que a veces una persona que aún no ha tomado decisión por Cristo puede ser benigna, compasiva, amable y generosa. Este comportamiento puede ser explicado de varias maneras: puede ser instinto natural, por ejemplo, el amor de una madre a su niño. Puede ser debido a la influencia del cristianismo, que es sal y luz en el mundo. También puede ser motivado por el deseo de ganar o merecer la salvación. Sea lo que sea, una cosa es cierta: la primera verdadera obra buena que una persona inconversa puede hacer es confiar en el Señor Jesucristo

Cuando alguien toma esta decisión de confiar en Jesús, reconociendo su condición de pecador, se produce entonces un nuevo nacimiento, la persona recibe una nueva naturaleza, una naturaleza divina, que es la vida de Cristo. Esta naturaleza no puede pecar porque es nacida de Dios; en este sentido 1 Juan 3:9 explica que “Todo aquel que es nacido de Dios no practica el pecado, porque la cimiente de Dios permanece en él; y no puede pecar, porque es nacido de Dios”. Esta nueva naturaleza es buena y solo capaz de lo bueno. Responde con entusiasmo a la Palabra de Dios. Se deleita en la ley del Señor. Sus mandamientos no son gravosos; son exactamente lo que la nueva naturaleza ama y desea hacer. Son como mandar a una madre que cuide de su bebé; es exactamente lo que desea hacer. Estas dos naturalezas pueden ser comparadas al cuervo y la paloma que Noé envió del arca. El cuervo nunca volvió; estaba satisfecho alimentándose con toda la carne podrida que flotaba sobre el agua. La paloma, que representa la nueva naturaleza, volvió al arca hasta que pudiera encontrar un lugar limpio donde descansar y alimentarse. Cuán verdaderas son las palabras del Señor Jesús en Juan 3:6: “Lo que es nacido de la carne, carne es; y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es”.

Un recién convertido tuvo una manera vívida de describir su condición dual. Dijo: “El pecado fue quitado de mi corazón, pero mi abuelo todavía está en mis huesos”. Cuando alguien se convierte, inmediatamente las dos naturalezas comienzan a luchar la una contra la otra. No es sorprendente. ¿Cómo podrían dos naturalezas tan claramente opuestas convivir en paz? La batalla es ilustrada por los dos bebés que lucharon en el vientre de Rebeca, en Génesis capítulo 25. Ella preguntó: “Si es así, ¿para qué vivo yo?”. Pablo describe el conflicto con colores vivos en Romanos 7:14-25. “Porque sabemos que la ley es espiritual; mas yo soy carnal, vendido al pecado. Porque lo que hago, no lo entiendo; pues no hago lo que quiero, sino lo que aborrezco, eso hago. Y si lo que no quiero, esto hago, apruebo que la ley es buena. De manera que ya no soy yo quien hace aquello, sino el pecado que mora en mí. Y yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien; porque el querer el bien está en mí, pero no el hacerlo. Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago. Y si hago lo que no quiero, ya no lo hago yo, sino el pecado que mora en mí. Así que, queriendo yo hacer el bien, hallo esta ley: que el mal está en mí. Porque según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios; pero veo otra ley en mis miembros, que se rebela contra la ley de mi mente, y que me lleva cautivo a la ley del pecado que está en mis miembros.
¡Miserable de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte? Gracias doy a Dios, por Jesucristo Señor nuestro. Así que, yo mismo con la mente sirvo a la ley de Dios, mas con la carne a la ley del pecado”.

Una descripción de un conflicto que tiene relación pero no es idéntico es la lucha entre la carne y el Espíritu Santo, descrita en Gálatas 5:17: “Porque el deseo de la carne es contra el Espíritu, y el del Espíritu es contra la carne; y éstos se oponen entre sí, para que no hagáis lo que quisiereis”. No es maravilla que el creyente a veces se siente como con doble personalidad. No es sorprendente que como Rebeca, esté preocupado por este conflicto interno. Quizás usted pensó que la batalla se terminó cuando confió en el Señor, pero ahora encuentra que ha comenzado otra guerra feroz, y está desmayado. Puede que hasta dude de su salvación. Si es así, usted debe saber que todo creyente, aún el más santo, tiene esta batalla, y que ella continuará hasta la muerte o el rapto. En vez de ser evidencia de que no es salvo, es más probablemente una confirmación de que realmente lo es.

Ahora tal vez usted se esté preguntando, “¿cómo se resuelve este conflicto?”. Bien, el Espíritu Santo es quien da liberación del poder del pecado que mora en nosotros. Ni el creyente más piadoso tiene en sí este poder. No obstante, son necesarias la obediencia y la cooperación del creyente. Él es quien determina cuál de las dos naturalezas gana. Gana la que él alimenta. No puede alimentar la carne con la televisión, las películas, literatura y diversiones mundanas y luego esperar que domine la nueva naturaleza. No puede alimentar el lobo y luego esperar que gane el cordero. Es por esto que se le dice en Romanos 13:14, “no proveáis para los deseos de la carne”, y en 1 Pedro 2:11, “que os abstengáis de los deseos carnales que batallan contra el alma”. En el lado positivo, tiene obligación de pasar mucho tiempo en la Palabra, en oración y en servicio para el Señor.

Por último, amigo, quisiera animarlo a no poner excusas frente al pecado, echando la culpa a nuestra antigua naturaleza, o nuestra “debilidad” (que viene a ser lo mismo). Es una forma de esquivar la responsabilidad y no funcionará. Dios tiene por responsable al individuo, no su naturaleza. Excusar el pecado solo lo hace más fácil de cometer, y baja nuestra resistencia. La solución para la situación de lucha permanente que experimenta el cristiano, es responder a los deseos de la antigua naturaleza como respondería un muerto, y someterse al control del Espíritu Santo. Cuando hace esto, no satisfará los deseos de la carne, como nos anima Gálatas 5:16: “andad en el Espíritu y no satisfagáis los deseos de la carne”.


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