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Autor: Benedikt Peters

Los redimidos adoran al Padre revelado por el Hijo. Por medio del Hijo conocemos al Padre y por medio del Espíritu Santo reconocemos lo que el Hijo significa para el Padre. Todo sale de Dios y mediante la adoración, vuelve a Él. Mediante la Cena del Señor recordamos, agradecemos, adoramos y aguardamos el cumplimiento de la Palabra de Dios.


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PE2489- Estudio Bíblico
¡Adoremos! (9ª parte)



El objeto y Sustancia de la adoración

Continuamos en nuestro estudio sobre la adoración. Antes de avanzar, recordaremos algunos de los puntos más importantes que resaltábamos en el programa anterior.

Hablamos de la capacitación para la adoración y mencionamos que debemos ser conscientes de que sólo podemos adorar por el Espíritu. Muy ligado a ésta afirmación, estudiamos que sólo podemos ser llenos del Espíritu Santo, si estamos llenos de la Palabra de Dios. También nos referimos a que la adoración debe honrar a Dios y no regocijar al adorador. No adoramos a Dios, para recibir algo, o porque haciéndolo nos sentimos bien. Adoramos a Dios por lo que Él es, y por Sus obras. Y como vimos al principio de ésta serie de programas, fuimos creados y rescatados para adorar a Dios, por lo tanto encontramos nuestro regocijo al hacerlo, no como una recompensa, sino como realización.

Analicemos hoy la verdad de que la adoración siempre tiene su origen en Dios y jamás en el hombre. La Palabra de Dios y el Espíritu de Dios me hacen capaces y me impulsan a la adoración. Él toma de lo que es del Señor y me lo revela a mí, como leemos en Juan 16:14.

Esto significa que la adoración siempre emana de Dios y nunca del hombre. La razón para la adoración se basa en Dios, en las obras de Dios y en los hechos de Dios. En Apocalipsis 19:1-7 está descrita la adoración en el cielo. Notemos como en este pasaje aparece cuatro veces la palabra “porque”, una conjunción que expresa la causa de algo: “Después de estas cosas oí una gran voz de gran compañía en el cielo, que decía: Aleluya: Salvación y honra y gloria y potencia al Señor Dios nuestro, porque sus juicios son verdaderos y justos; porque él ha juzgado a la grande ramera, que ha corrompido la tierra con su fornicación, y ha vengado la sangre de sus siervos de la mano de ella. Y otra vez dijeron: Aleluya. Y su humo subió para siempre jamás. Y los veinticuatro ancianos y los cuatro animales se postraron en tierra, y adoraron a Dios que estaba sentado sobre el trono, diciendo: Amén: Aleluya. Y salió una voz del trono, que decía: Load a nuestro Dios todos sus siervos, y los que le teméis, así pequeños como grandes. Y oí como la voz de una grande compañía, y como el ruido de muchas aguas, y como la voz de grandes truenos, que decía: Aleluya: porque reinó el Señor nuestro Dios Todopoderoso. Gocémonos y alegrémonos y démosle gloria; porque son venidas las bodas del Cordero, y su esposa se ha aparejado

Aquí se exponen razones para la adoración. Está basada en la naturaleza y en las obras de Dios. En Levítico 9:24 vemos de manera hermosa como el pueblo de Dios es incitado por Dios mismo a la alabanza: “…Y salió fuego de delante del Señor, y consumió el holocausto con las grosuras sobre el altar; y viéndolo todo el pueblo, alabaron, y se postraron sobre sus rostros“. El pueblo ve sobre el altar la ofrenda determinada por Dios: un animal limpio e inocente. Y después ve como sale fuego de delante de Dios y lo consume. ¿Podremos estar ciegos y no ver como esto corresponde exactamente al Gólgota? ¿No nos ha abierto Dios los ojos para ver como el Cordero de Dios fue clavado en la cruz? Allí el Inocente fue puesto sobre el altar, y después bajó sobre Él el fuego del juicio divino. El Santo juzgó el pecado en Su amado Hijo. Lo vemos y caemos de rodillas y adoramos a nuestro Dios y Padre y a Jesús nuestro Señor y Salvador. Aquí es el lugar donde Dios se manifiesta al pecador en juicio y en gracia. Aquí es el lugar donde Él quiere morar entre las alabanzas de Sus redimidos como leemos en Salmos 22:3.

Preguntémonos cuál es el objeto, es decir hacia qué va dirigida y cuál es la sustancia de la adoración. Los redimidos adoran al Padre revelado por el Hijo. Por medio del Hijo conocemos al Padre y por medio del Espíritu Santo reconocemos lo que el Hijo significa para el Padre. En Israel nadie podía presentarse delante del Señor con las manos vacías según Éxodo 23:15. Y nosotros tampoco podemos presentarnos delante de Dios con las manos vacías. Pero ¿qué podemos llevarle a Dios? Nada nuestro, nada propio, eso está claro. Acudimos a Él con los poderosos hechos del Señor mismo: “Vendré con los hechos poderosos de DIOS el Señor; haré mención de tu justicia, de la tuya sola” dice el Salmo 71 versículo 16.

Hablamos de Su grandeza y de Su magnificencia. Le traemos todo aquello que Él ha obrado y con lo que Él ha llenado nuestros corazones y nuestras manos, igual que el sumo sacerdote en el gran día de la expiación que se estableció en Levítico 16:12-13. Todo viene de Él y todo vuelve otra vez a Él. Eso es adoración. Y ante todo: En la adoración le hablamos al Padre de todas las perfecciones del Hijo. Le damos gracias por Su don inefable, y le volvemos a traer a Dios lo que Él nos ha dado a nosotros. El Espíritu nos abrió los ojos para que viésemos como el Hijo de Dios vino al mundo, como vivió, como sufrió y como murió. Vimos como ascendió al cielo y volvió a Dios entrando al lugar santísimo como precursor nuestro, como mediador y sumo sacerdote. Eso llena nuestros corazones y de eso le hablamos a Dios.

Estos son los sacrificios espirituales que le traemos a Dios. En paralelo, leyendo Génesis 45:13 podemos decir que hacemos lo que José les dijo a sus hermanos después de que vieron su gloria en Egipto y se disponían a regresar a Jacob, su padre: “Haréis, pues, saber a mi padre toda mi gloria en Egipto, y todo lo que habéis visto“. Existe una costumbre establecida por el propio Señor Jesús que nos lleva a que conmemoremos al Hijo y adoremos.

Para la congregación de los creyentes hay una ocasión donde la iglesia adora a Dios y a Su Hijo: en la Cena del Señor que celebramos en memoria del Señor. Partimos el pan y tomamos la copa en memoria de Él. Haciéndolo pensamos en Él, hablamos de Él, pensamos en el Padre que entregó al Hijo, pensamos en el Hijo que fue obediente al Padre en todo. Pero no podemos hacer memoria del Señor sin que nuestros corazones rebosen de admiración y podemos hacer nuestras las palabras del Salmo 45 versículos 1 y 2 “Rebosa mi corazón palabra buena; dirijo al rey mi canto; mi lengua es pluma de escribiente muy ligero. Eres el más hermoso de los hijos de los hombres; la gracia se derramó en tus labios; por tanto, Dios te ha bendecido para siempre”.

Al pensar que somos llamados a presentarnos delante de Dios como sacerdotes y adorarle por toda la eternidad, entonces comprenderemos que la primera iglesia fuese una iglesia que adoraba. Y siendo una iglesia que adoraba, entonces era una iglesia que celebraba a menudo y regularmente la cena del Señor. De hecho leemos de la primera iglesia, que los creyentes se reunían diariamente en las casas partiendo el pan. El partimiento del pan era una de las cuatro anclas, una de las cuatro columnas de la vida de la iglesia, en Hechos 2:42 leemos: “Y perseveraban en la doctrina de los apóstoles, en la comunión unos con otros, en el partimiento del pan y en las oraciones”.

La iglesia redimida lo hará hasta que venga el Señor, hasta que Él, de nuevo vuelva a beber del fruto de la vid junto con nosotros en el reino de su Padre como expresó en Mateo 26:29: “Y os digo que desde ahora no beberé más de este fruto de la vid, hasta aquel día en que lo beba nuevo con vosotros en el reino de mi Padre“

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