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Autor: René Malgo

Cuando Cristo apareció en Israel, el pueblo judío esperaba a un salvador fuerte que desplazara a la potencia invasora romana y asumiera el dominio mundial. Pero en lugar de ello, Cristo nació en un pesebre y murió en una cruz. ¿Qué significa este giro sorprendente para su vida, su diario vivir y el fin de los tiempos?


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PE2633 – Estudio Bíblico
La Cruz y el fin de los tiempos (1ª parte)



¿Qué tal, amigo? Quisiera comenzar el programa de hoy haciéndole notar una interesante paradoja: cuando Cristo apareció en Israel, el pueblo judío esperaba a un salvador fuerte que desplazara a la potencia invasora romana y asumiera el dominio mundial. Pero en lugar de ello, Cristo nació en un pesebre y murió en una cruz. ¿Qué significa este giro sorprendente para su vida, su diario vivir y el fin de los tiempos? Le invito a analizar este tema en profundidad. Un individuo que trabaja con personas anímicamente quebrantadas dijo en una oportunidad que muchos cristianos que asisten a la iglesia en lo profundo de su corazón no creen que Dios los ama. Simplemente no pueden creerlo, se sienten demasiado sucios para Dios, sienten que Dios está demasiado lejos, es demasiado diferente, demasiado inaccesible.

Este Dios viviente expresa en Isaías 55:9 que “como son más altos los cielos que la tierra, así son mis caminos más altos que vuestros caminos, y mis pensamientos más que vuestros pensamientos”. Dios es más alto y es diferente de nosotros, las personas. Él es Dios, “y no hay otro Dios, y nada hay semejante a él”, agrega Isaías 46:9. Antes de él “no fue formado dios«, ni lo será después de él. Es el Señor (Is. 43:10-11). Octavio Minucio Félix lo expresa de la siguiente manera: «No tiene principio ni fin […]. Da origen a todas las cosas, eternidad a sí mismo […]. Él ordena cuantas cosas existen en el mundo con su palabra, con su razón las gobierna, con su virtud las perfecciona. No puede ser visto, pues es más resplandeciente que la vista; no puede ser tomado pues es más sutil que el tacto; no puede ser valorado pues es más grande que los sentidos, infinito, inmenso, y en toda Su grandeza es conocido solamente por sí mismo. Nuestro intelecto, en cambio, es estrecho para comprenderlo”. La Biblia indica que Él es fuego consumidor, Dios celoso (Dt. 4:24). Muy limpio es él de ojos para ver el mal (Hab. 1:13), y “horrenda cosa es caer en manos de este “Dios vivo (He. 10:31). Este es Dios. ¿Cree usted realmente que este Dios insondable y grande puede amarle?

Pues le diré que sí, él le ama, y la prueba de esto la ve en el Señor Jesucristo, concretamente en Cristo crucificado, que es, como indica Pablo en 1° Corintios 1:23, “para los judíos ciertamente tropezadero, y para los gentiles locura”. Y agrega Pablo en el capítulo 2 verso 2: “Me propuse no saber entre vosotros cosa alguna sino a Jesucristo, y a éste crucificado” (1° Cor. 2:2). En este punto, amigo, usted quizás se pregunte: ¿Por qué todo depende de nuestro Señor crucificado? Esto es así, porque Dios se revela precisamente ahí, y lo hace de una manera sorprendente. En cuanto al fin de los tiempos y la profecía bíblica deberíamos considerar lo siguiente: cuando Jesús vino al mundo, leemos en Lucas 2:11 que los ángeles de Dios dijeron que el Señor había nacido. En el Nuevo Testamento el término “Señor” se utiliza en relación a Jesús como título divino (Lc. 1:43). Más adelante, en Juan 20:28 leemos que el discípulo Tomás dijo también a Jesús: “Señor mío, y Dios mío”. Jesús es el Señor. Él es Dios. Este es uno de los grandes misterios de la fe cristiana: Dios se convirtió en hombre en la persona de Jesucristo. 1° Timoteo 3:16 que “indiscutiblemente, grande es el misterio de la piedad: Dios fue manifestado en carne…”. Dios se manifestó al convertirse en un hombre de carne y hueso en su hijo Jesucristo. Y cuando esto sucedió, Dios revolucionó todas las expectativas humanas y también las ideas sobre él. Sí, los profetas del Antiguo Pacto habían anunciado la llegada del Mesías y la llegada de Dios. Pero, ¿quién hubiera imaginado que vendría de esa forma?

Veamos, amigo, cómo llegó Dios a la tierra en aquel entonces. Lo recordamos todas las Navidades: llegó por el vientre de una joven judía, una muchacha sencilla. Ella era insignificante. No pertenecía a las familias que marcaban las pautas en esa época en Israel: no procedía de la nobleza dominante, ni de los herodianos, ni de los fariseos, ni de los saduceos. Su esposo era un carpintero, no un escriba; dicho con palabras modernas, no era un teólogo, ni un profesor, ni un presidente, ni un miembro del Consejo. ¿Y Jesús, el Dios hecho hombre? Como no había lugar para él en un cuarto normal, siendo un bebé recién nacido fue colocado en un pesebre para animales. Y éste no estaba particularmente esterilizado; seguramente tampoco olía bien. Dios Hijo vino al mundo en pobreza. Creció como hijo de un carpintero y durante 30 años no se oyó casi nada de él. Llevó una vida sencilla y simple entre personas sencillas y simples. ¿Se hubiera imaginado usted la aparición de Dios en la tierra de esta manera?

Varios cristianos acusan rápidamente a los judíos porque rechazaron a Jesús y muchos lo siguen rechazando. Pero imaginemos la situación en aquel entonces: los profetas judíos anunciaron que Dios vendría y reinaría y viviría en medio de Su pueblo. Se hablaba de poder y de gloria, y eso era lo que Israel esperaba. Pero Dios, con la venida del Señor Jesús, revolucionó todo lo que se hubiera podido imaginar sobre Su aparición, Su poder y Su gloria. Y luego, cuando Jesús apareció públicamente, pareciera que no hizo más que volver a desairar a la elite religiosa de Israel.

En general tendemos a ignorar el episodio, pero en los Evangelios hallamos un ejemplo importante de esto. En Lucas 4 leemos que el Señor fue a la sinagoga, leyó un pasaje de Isaías sobre la aparición del Mesías y Salvador de Israel y explicó que él era el cumplimiento (Lc. 4:16-21; Is. 61:1-2). Dice el verso 22 de Lucas 4 que los judíos se maravillaban “de las palabras de gracia que salían de su boca”. ¿Y cómo reaccionó el Señor Jesús a esto? No aprovechó su admiración como motivo para decir cosas bellas y para ganarse a estos judíos para sí. Él ya sabía que más tarde lo rechazarían. En lugar de eso, los ofendió diciendo: “Y en verdad os digo que muchas viudas había en Israel en los días de Elías, cuando el cielo fue cerrado por tres años y seis meses, y hubo una gran hambre en toda la tierra; pero a ninguna de ellas fue enviado Elías, sino a una mujer viuda en Sarepta de Sidón. Y muchos leprosos había en Israel en tiempo del profeta Eliseo; pero ninguno de ellos fue limpiado, sino Naamán el sirio” (Lc. 4:25-27).

Déjeme explicarle, amigo, que la viuda de Sidón era una mujer gentil, no judía. Naamán el sirio era un gentil, un no judío. Ante los ojos de la elite religiosa judía, los gentiles eran la escoria espiritual. No pertenecían a Dios, no eran nada. Por lo tanto, en cierto modo, Cristo le mostró a su pueblo que ya en el pasado Dios se había ocupado de dos gentiles despreciados, antes que de las muchas viudas y de los leprosos de Israel mismo. Estas son palabras muy duras. No es de extrañar, humanamente hablando, que luego los judíos quisieran apedrear al Señor (Lc. 4:28-30).

Y así continuó. Cristo escogió a doce israelitas totalmente normales como lo eran Sus apóstoles. Ninguno era de la elite religiosa. Eran pescadores que, desde un punto de vista espiritual, eran lentos de entendimiento. Entre ellos, dos hermanos coléricos, los “hijos del trueno”, Jacobo y Juan, o el impertinente Pedro. También había un publicano entre ellos, famoso por sus estafas, odiado y despreciado en todo Israel. También se encontraba entre ellos un zelote, un luchador por la libertad que había cometido atentados contra los ocupantes romanos; hoy diríamos “un terrorista”. Y aún falta más, amigo: Jesús cenó con publicanos y pecadores, con aquellos que eran despreciados por la elite religiosa. El Señor llamó «generación de víboras» (Mt. 12:34) y «sepulcros blanqueados» a los predicadores estelares y a los estupendos teólogos supuestamente piadosos de su época (Lc. 11:44- Mt. 23:27). Él consideró a las prostitutas, y estando solo se ocupó de una mujer adúltera junto a un pozo, sin preocuparse por su buena reputación.

Cuando Dios se hizo hombre en Jesucristo, revolucionó todas las ideas de poder y de gloria. Nuestro Señor mostró su poder divino y soberanía dejando de lado a aquellos que se consideraban espiritualmente sanos y buenos, y yendo hacia aquellos que eran despreciados, que estaban quebrados, que estaban sedientos de sanidad. Jesús “quitó de los tronos a los poderosos, y exaltó a los humildes” (Lucas 1:52). El Señor mismo dijo en el Sermón del Monte: “Bienaventurados los pobres en espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos” (Mateo 5:3). Él vino a anunciar buenas nuevas a los pobres, libertad a los cautivos, vista a los ciegos y libertad a los oprimidos (Lucas 4:18). Amigo, ¿se encuentra usted ente estas personas olvidadas? ¿O quizás piensa como los judíos, que el Hijo de Dios no debería haberse juntado con este tipo de individuos? Le invito a continuar viendo cómo Jesús transforma nuestra perspectiva de la vida, desde su nacimiento hasta su muerte en la cruz, en el próximo programa.

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