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Autor: Esteban Beitze

¿Todavía tienes miedo a la muerte? ¿Por qué? ¿Existe algún impedimento entre ti y Dios, para que temas encontrarte con tu Creador? Si tu alma se encuentra segura en el Señor, si lo recibiste como único y suficiente Salvador, ya no hay que temer a la muerte.


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PE2976 – Estudio Bíblico
El llamado de Eliseo (73ª parte)



LA MUERTE DEL PROFETA (2R.13:14-21)

LOS SIERVOS DE DIOS TAMBIÉN SE ENFERMAN Y MUEREN

Estamos llegando al final del estudio de la vida del gran profeta Eliseo. Dice en 2ª Reyes 13 “Estaba Eliseo enfermo de la enfermedad de que murió… Y murió Eliseo, y lo sepultaron.”

Pasaron al menos 45 años desde que Eliseo, por encomendación divina había enviado a ungir a Jehú por rey de Israel. Éste reinó 28 años. Luego le siguió su hijo Joacaz por 17 años. En el momento de nuestra historia reinaba Joás, el nieto de Jehú. Todos estos años no sabemos nada del fiel siervo de Dios. Es evidente que Eliseo fue envejeciendo y estaba llegando enfermo al final de su vida.

Cuando uno lee estas frases, se toca un punto que muchos no quieren aceptar – el creyente también se puede enfermar y morir. Desde que el pecado entró en la humanidad, todos estamos destinados a morir, porque “la paga del pecado es muerte” (Ro.6:23). La enfermedad forma parte de este triste e inevitable cuadro. No pocos creyentes se lamentan que son justamente ellos, los tengan que pasar por estas situaciones, mientras que muchos inconversos, y personas absolutamente perversas, que supuestamente “merecerían” estar enfermas, gozan de perfecta salud. Muchas veces surge la pregunta, por qué los piadosos también tienen que sufrir. Vemos esta realidad en fieles como Job, donde Dios permitió expresamente a Satanás a tocar su salud con una sarna maligna que producía alta fiebre. También tenemos a Isaac, enfermo al final de su vida. Lo mismo observamos en el gran rey David, el rey Ezequías, Daniel, Trófimo, Epafrodito y el mismo apóstol Pablo entre otros.

Muchos creyentes concluyen su vida con una enfermedad terminal. Tanto en el AT como en el NT, el ministerio de algunos profetas, el del Señor y los apóstoles en el principio de la iglesia, estuvo marcado por impactantes sanidades. Pero notamos que éstas fueron mermando al ir consolidándose la iglesia cristiana. Aunque los apóstoles pudieron sanar a innumerables personas, esto fue decayendo al final de su ministerio. Esto por la sencilla razón que ya no era necesario para confirmarlo. Obviamente Dios puede seguir sanando, pero no siempre es Su voluntad. Él es soberano y decide sobre salud y enfermedad como también sobre la vida y la muerte. Sigue siendo realidad lo que afirmaba David: “En tu mano están mis tiempos” (Sl.31:15). En cuanto a Jacobo Dios permitió que fuera asesinado por Herodes. Pero unos días después, impidió que Herodes pudiera matar a Pedro, liberándolo de forma milagrosa de la cárcel donde esperaba la muerte. ¿Por qué a uno sí y al otro no? Esto está absolutamente sujeto a Su soberana voluntad. Dios nos dio el aliento de vida, y cuando Él lo decida, nos lo quita. Él es soberano.

Seguramente le habrá pasado por la cabeza a Eliseo preguntarse, si su final habría de ser el mismo que el de su mentor Elías quién fue arrebatado al cielo no teniendo que pasar por la muerte. Pero no fue su caso. Dios había decidido otra realidad para él. Tuvo que estar en el lecho de enfermedad hasta su muerte.

En forma muy escueta se nos relata la muerte de Eliseo. Esta es la forma que la Biblia generalmente hace referencia a la muerte de Sus santos. De hecho, en ella no se la mucha relevancia a la muerte física. Es simplemente cruzar un umbral; el peregrino cansado llega a su hogar, a su patria eterna. Esto es lo que señala Pablo de una forma casi liviana: “Pues si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. Así pues, sea que vivamos, o que muramos, del Señor somos” (Ro.14:8). Sea nuestra vida o en nuestra muerte, somos posesión del Señor. No podemos cambiar nada y, por ende, tampoco debería preocuparnos en demasía. Es una cuestión divina y, para los que somos de Cristo, es pasar a un estado infinitamente superior. Por eso, la muerte para el creyente se vuelve una ganancia. Los que conocieron a Cristo acá y se fueron con Él, no son de lamentar.

Como dice en Apocalipsis 14:13: “Bienaventurados de aquí en adelante los muertos que mueren en el Señor. Sí, dice el Espíritu, descansarán de sus trabajos, porque sus obras con ellos siguen”. Ellos no son de lamentar, al contrario, son muy dichosos. Entonces, tampoco nosotros, los creyentes, deberíamos darle demasiada relevancia cuando se trata de la partida de un creyente. ¡Esta persona se va con el Señor, a la gloria, junto a Su Salvador! ¿Existe algo más glorioso que esto? ¡Claro que no! Entonces, aparte de sentir la falta del ser querido, que es absolutamente natural, no deberíamos pensar en forma egoísta. Si fuéramos bien pragmáticos, el lamento por un creyente que partió, es más bien un sentimiento egoísta, respecto de lo que uno ya no tiene, el vacío que nos dejó a nosotros, la soledad con la que nosotros ahora tenemos que conformarnos. Si pensamos en función del que partió, la realidad es que con su alma está todo bien, perfecto y glorioso. ¡Procuremos pensar de esta forma! Nos podemos apropiar del consuelo divino y gozarnos con el gozo que experimenta el creyente que está con el Señor.

No sabemos cómo fue el entierro del profeta de Dios. No sabemos si vinieron los hijos de profeta para realizar un cortejo fúnebre a su maestro. No hay alusión a si el rey estuvo presente en su entierro o simplemente envió a uno de sus subalternos. La Biblia sólo nos dice que “lo sepultaron”. Muchas veces he escuchado comentarios acerca de la cantidad de gente y los nombres de aquellos que estuvieron presentes en el velorio y entierro de ciertas personas, como si esto tuviera alguna relevancia. Obviamente se puede tomar como una muestra de afecto, pero hay algo que es mucho más importante. En la historia del hombre rico y Lázaro (Lc.16) encontramos que el hombre rico tuvo una sepultura. Pero el pobre Lázaro, no hay referencia alguna al respecto. Como vivía de limosnas seguramente fue sepultado sin pompa alguna, con los gastos cubiertos de la caja para los pobres. Con bastante seguridad no tuvo un cortejo fúnebre.

Pero muchísimo más importante que esto fue lo que dijo Jesús al respecto: “Aconteció que murió el mendigo, y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham…” (Lc.16:22). En otras palabras, el alma del que en vida vivió de limosnas, lleno de llagas y sólo acompañado de sus fieles perros, fue llevado por un cortejo celestial a las moradas eternas. ¡Eso es lo realmente relevante! Pablo podía decir de su vida y de su muerte: “Porque para mí el vivir es Cristo, y el morir es ganancia” (Fil.1:21). Para la mayoría de las personas, incluso para muchos creyentes, la muerte es pérdida, pérdida de lo más valioso que se tiene, la vida. Además, es la pérdida de todo lo demás, desde un punto de vista humano y material. Pero para los hijos de Dios, la muerte es ganancia. Ahora se pasa de la fe a ver, de lo perecedero a lo permanente, de la muerte a la vida, de lo limitado a lo eterno.

¿Todavía tienes miedo a la muerte? ¿Por qué? ¿Existe algún impedimento entre ti y Dios, para que temas encontrarte con tu Creador? Si tu alma se encuentra segura en el Señor, si lo recibiste como único y suficiente Salvador, ya no hay que temer a la muerte. Piensa más allá de la muerte, en la seguridad, en la gloria, en la meta que alcanzas, al Señor de gloria, que de ahora en más vas a contemplar! Entonces empiezas a tener el sentir del apóstol: “teniendo deseo de partir y estar con Cristo, lo cual es muchísimo mejor” (Fil.1:23). ¡Qué bien la tienen los hijos de Dios! ¡Su vida es plenitud y gozo, y su muerte es gloria! Por lo tanto, “sea que vivamos, o que muramos, del Señor somos” (Ro.14:8).

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