Desde el Huerto a la Ciudad Eterna (2ª parte)

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Autor: Norbert Lieth

En este programa nos acercamos un poco mas a lo que será vivir en los cielos y tierra nuevos que Dios el Padre establecerá, para morar con sus hijos por siempre. Hay cosas que son comunes y dolorosas de este lado de la eternidad, pero de las cuales no habrá memoria ni razón de ser en el Reino eterno del Señor.


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PE2710- Estudio Bíblico
Desde el Huerto a la Ciudad Eterna (2ª parte)



Apocalipsis 21:4 dice que no habrá más lágrimas. Cuando Dios enjuga las lágrimas, es para siempre. ¿Cuántas lágrimas ha derramado nuestro mundo en el correr de su historia?: lágrimas de tristeza, de horror, de sufrimiento, de dolor, por injusticias, guerras, enfermedades, celos, enojo e ira; niños con los ojos llenos de lágrimas, lágrimas en los rostros de mujeres desesperadas y de hombres horrorizados. Se dice que un hombre llora en promedio entre 60 y 80 litros de lágrimas en el correr de su vida. El salmista ora en el Salmo 56:8: “Mis huidas tú has contado; pon mis lágrimas en tu redoma; ¿no están ellas en tu libro?”.

También Jesús lloró. ¿Dónde se sufrió el dolor más grande? Sin duda alguna, en la cruz, donde Jesús cargó el pecado de una humanidad perdida. En Isaías 53:4 leemos acerca del siervo sufriente: “Ciertamente llevó él nuestras enfermedades, y sufrió nuestros dolores”. Sin embargo, Jesús resucitó, venciendo con esto todo lo relacionado al dolor. El Salmo 126:5-6 dice: “Los que sembraron con lágrimas, con regocijo segarán. Irá andando y llorando el que lleva la preciosa semilla; mas volverá a venir con regocijo, trayendo sus gavillas”. Esto fue lo que hizo Jesús, y es también lo que experimentará todo el que crea en él.

Ya no habrá muerte. Todos tenemos miedo a la muerte. Según 1 Corintios 15:26, ella es el postrer enemigo. Dice “Y el postrer enemigo que será destruido es la muerte”. Desde la resurrección de Jesús, sin embargo, su poder está quebrantado. Jesús dijo en Juan 11:25: “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá”.

A partir de cierta edad, las células dejan de regenerarse. Incluso los hombres más ancianos en la tierra tuvieron que morir. Matusalén llegó a los 969. Adán vivió 930 años. Abraham alcanzó los 175. Según Salmos 90:10, la esperanza de vida es de 70 a 80 años leemos: Los días de nuestra edad son setenta años; Y si en los más robustos son ochenta años, Con todo, su fortaleza es molestia y trabajo, Porque pronto pasan, y volamos”. También los científicos afirman que debido a su condición genética, el hombre no puede alcanzar mucho más de 120 años de edad. Cada persona tiene un cronómetro interno, que deja de funcionar después de este tiempo.

Existe, por lo tanto, una muerte celular programada, llamada por la Biblia en 1 Corintios 15:56 el aguijón de la muerte. En un cuerpo adulto, varios millones de células se destruyen cada segundo, siendo reemplazadas por nuevas. Pero en cierto momento de la vida, el cuerpo recibe la señal de cesar el proceso de renovación. Se acelera entonces el envejecimiento: el hombre se enferma y muere. Morir ya está determinado para nosotros. Este hecho no depende de si llevamos o no una vida sana, pues por más saludable que sea nuestro estilo de vida, nos vemos sometidos a la corrupción.

Algunos cristianos se desesperan también por sus problemas de salud. Culpan a Dios, no logran entenderlo, se amargan y sufren aún más por ello. Pero las enfermedades son parte de la vida, y los cristianos no están exentos de sufrir la muerte. Al respecto, leí una oración que testifica de una madurez espiritual. Decía: “Señor, guárdame de la idea ingenua de que todo en la vida debe ir sobre ruedas. Dame la sobriedad para entender que las dificultades, las derrotas, los fracasos y reveses son ingredientes comunes de la vida, por los cuales crecemos y maduramos. Sostenme con tu fuerza cuando corra peligro de amargarme”.

La ciencia no sabe aún por qué es que se pone en marcha la programación de la muerte celular. ¡Cristo venció al pecado y a la muerte! Por eso 1 Corintios 15:55-57 dice: “¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde, oh sepulcro, tu victoria? ya que el aguijón de la muerte es el pecado, y el poder del pecado, la ley. Mas gracias sean dadas a Dios, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo”.

En el nuevo mundo de Dios, donde tendrá comunión con los hombres, ya no habrá muerte. Por este motivo, en lugar de buscar distintos medios para alargar nuestra vida terrenal, deberíamos hallar a Dios para vivir por toda la eternidad. Tampoco habrá más duelo, dice Apocalipsis 21:4. Todos conocemos algunos tiempos de duelo, con todo lo que conlleva.

Se pueden distinguir cuatro etapas de duelo por la muerte de un ser querido: en primer lugar, un estado de conmoción, de aturdimiento; en segundo lugar, una etapa de emociones fuertes, con sentimientos de miedo y desesperación; luego, un estado de nostalgia, que puede durar mucho tiempo; y por último, un etapa de liberación, en donde se descubren cosas nuevas y se retoma la vida, hasta el próximo duelo. En general, la vida terrenal se caracteriza por tener numerosos períodos de tristeza.

Pero en el nuevo mundo de Dios, donde no habrá muerte ni lágrimas, tampoco habrá duelo. Cuando estemos con él, viviremos en un estado de felicidad eterna. Luego leemos en Apocalipsis que ya no habrá clamor. El clamor es muchas veces una consecuencia de la muerte, del duelo y del dolor: se llora, se grita. Conocemos gritos de horror, de decepción y de pérdida, de ira y de celo, de pelea, de súplica y de lástima. Existe el griterío de los niños y el vocerío de la gente en las estaciones ferroviarias y en los supermercados. Las personas también se insultan a los gritos. Pero en el mundo de Dios, no habrá más bullicio, solo un bienestar supremo.

Tampoco habrá más dolor. Sufrimos dolores físicos y psíquicos. Todo esto habrá acabado. Ya no tendremos la necesidad de utilizar lentes, caminadores, sillas de rueda, o prótesis, no existirán las farmacias, las ambulancias, los botiquines de primeros auxilios, las inyecciones, los ataúdes, los hospitales ni sus camas, no habrá médicos ni enfermeros, tampoco hogares para la tercera edad, no existirán las armas. Apocalipsis 21:14 dice “[…] porque, las primeras cosas pasaron. Y el que estaba sentado en el trono dijo: He aquí, yo hago nuevas todas las cosas”.

Leemos además en Apocalipsis 21:22 que no habrá más templo: “Y no vi en ella templo; porque el Señor Dios Todopoderoso es el templo de ella, y el Cordero”. No será necesario un ministerio sacerdotal que medie entre los hombres y Dios. Dios mismo, junto al Cordero, estará tan cerca de la humanidad que vivirá entre ellos. Isaías alude a esta situación cuando escribe en el capítulo 17:7-8: “En aquel día mirará el hombre a su Hacedor, y sus ojos contemplarán al Santo de Israel”. Tampoco habrá sol ni luna ni noche podemos leer en Apocalipsis 21: 23 y 24: “La ciudad no tiene necesidad de sol ni de luna que brillen en ella; porque la gloria de Dios la ilumina, y el Cordero es su lumbrera. Y las naciones que hubieren sido salvas andarán a la luz de ella; y los reyes de la tierra traerán su gloria y honor a ella”. Podemos comparar este pasaje con Isaías 60:19-20 que dice: “El Sol nunca más te servirá de luz para el día, ni el resplandor de la luna te alumbrará, sino que Jehová te será por luz perpetua, y el Dios tuyo por tu gloria. No se pondrá jamás tu sol, ni menguará tu luna; porque Jehová te será por luz perpetua, y los días de tu luto serán acabados”.

Incluso la comunidad científica afirma que si bien el sol da luz, no es la fuente de la luz. Nosotros sabemos que la verdadera fuente de la luz es Dios, dice 1 Timoteo 6:16 “el único que tiene inmortalidad, que habita en luz inaccesible; a quien ninguno de los hombres ha visto ni puede ver, al cual sea la honra y el imperio sempiterno. Amén”.

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