Cuando Dios llama dos veces: Ministrando ante Dios (22ª parte)

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Autor: Eduardo Cartea Millos

El pequeño Samuel recibió un doble llamado de Dios, pero antes de esto permanecía en la presencia de Dios. Había dedicado su vida al Dios que servía de corazón.


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PE2867- Estudio Bíblico
Cuando Dios llama dos veces (22ª parte)



Ministrando ante Dios

Hola. Quisiera abundar en un tema que quedó a medio tratar en nuestra última entrega. El concepto bíblico del sacrificio del cristiano. De qué realmente se trata ese monumental versículo de Romanos 12.1: “Os ruego por las misericordias de Dios que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro culto racional”.

El sacrificio que Dios demanda es “vivo”, en contraste de los sacrificios del antiguo pacto; es “santo”, es decir, separado para Dios; y es “agradable a Dios”, porque es lo que Él está deseando de nuestra parte.

Este sacrificio es la expresión del culto que Dios espera lógicamente de nosotros. Por eso no es meramente formal o externo, sino “racional”, inteligente, o también espiritual, de adoración. Y es entendido por aquellos que son conscientes de las misericordias de Dios hacia ellos.

¿Qué es la misericordia de Dios? Es esa compasión, ese amor en acción de parte de Dios que ha provisto todo lo que el hombre necesita para su salvación. Pablo las menciona en los capítulos anteriores de Romanos. Ha hablado de nuestro pecado, de la redención en la muerte de Cristo, de su propiciación, de su perdón, de su justificación, de su santificación, de su elección, de su predestinación, de su llamamiento, de su preservación y de su glorificación. Todas estas acciones tan grandes de parte de Dios hacia pobres pecadores como nosotros son parte de ese plan eterno de salvación que Dios preparó desde la eternidad.

Sigue diciendo: “que presentéis vuestros cuerpos”. En Romanos 6, el apóstol nuevamente utiliza el término “presentar”, y dice: Así también vosotros consideraos muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro. No reine, pues, el pecado en vuestro cuerpo mortal, de modo que lo obedezcáis en sus concupiscencias; ni tampoco presentéis vuestros miembros al pecado como instrumentos de iniquidad, sino presentaos vosotros mismos a Dios como vivos de entre los muertos, y vuestros miembros a Dios como instrumentos de justicia.

Notemos que el apóstol está queriendo que los creyentes tengan en cuenta dos realidades espirituales ya sucedidas en ellos, particularmente necesarias para las decisiones de la vida. La vida dedicada no es solamente para el servicio a Dios a través de los dones recibidos. La vida dedicada incluye cada aspecto de nuestra vida. La dedicación de la vida es completa, tanto en lo secular como en lo espiritual. E. Trenchard lo explica así:

“El versículo clave que tenemos a la vista no tiene que ver directamente con crisis espirituales especiales, sino más bien con las miles de disyuntivas que se presentan en la vida diaria de cada uno, exigiendo una rápida decisión. En el hogar, en los trabajos, en los estudios, en nuestra vida social, en la comunión de la iglesia nos enfrentamos con ocasiones en las que hemos de elegir entre hablar de esta manera o de la otra; entre llevar a cabo este esfuerzo o abandonarlo; entre conceder perdón o mantener el rencoroso recuerdo de males reales o supuestos que nos han hecho. A veces las decisiones son de tal envergadura que afectarán nuestra vida para siempre; a veces las disyuntivas parecen ser insignificantes; pero, aun así, la actitud que adoptamos frente a ellas, y el conjunto de las decisiones resultante, llegan a forjar un carácter de signo negativo o positivo, espiritualmente hablando. Pablo piensa en esa multitud de decisiones, pequeñas y grandes, y nos dice en efecto: “Cuando llegas al cruce del camino, toma en cuenta que has muerto al pecado en Cristo y que vives para Dios. ¿Agrada la decisión a la carne o resulta del suave empuje del Espíritu Santo? En el momento de la decisión, ¿oriento mi vida hacia Dios o hacia el mundo?”.

Recordemos siempre que hemos sido consagrados por Dios, santificados para Dios, y que lo que Él espera de nosotros es que nos presentemos, como sacerdotes espirituales ofreciendo nuestro cuerpo, nuestra vida sobre el altar como ofrenda agradable a Dios.

Ministrando ante Dios. Hablando de Samuel, dice la Biblia: “El niño ministraba a Jehová delante del sacerdote Elí”. Y agrega: “El joven Samuel ministraba en la presencia de Jehová, vestido de un efod de lino”. Había sido entregado por su madre para el ministerio y eso era lo que hacía.

Entonces, Dios llamó a Samuel y lo hizo pronunciando dos veces su nombre. Y esto ocurrió mientras estaba durmiendo en la casa del Señor.  

Aquella noche, mientras el anciano Elí cuyos ojos “comenzaban a oscurecerse, de modo que no podía ver”, Samuel dormía en el atrio o patio del santuario. Y, dice la Biblia, “antes de que la lámpara de Dios fuese apagada”, Dios le llamó. Seguramente sería en las primeras horas de la mañana, al amanecer, pues la lámpara se apagaba al llegar la luz del día.

Pero, si se me permite alegorizar por un momento, la frase es muy sugerente. La menorah, el candelero de oro de siete lámparas de aceite apagado simbolizaba lo que ocurría en aquel tiempo, la escasez de la luz de la palabra del Señor, la falta de visión por parte de aquellos hombres a los cuales Dios se revelaba. Incluso Elí, cuyos ojos, tanto físicos como espirituales se estaban oscureciendo. Pero antes que la lámpara de la luz divina fuese apagada, y el pueblo cayera en la más absoluta oscuridad espiritual, Dios tenía preparado un hombre especial: Samuel, brillando en el fulgor de su juventud.

 Querido hermano, hermana, tal vez, a su alrededor la lámpara de Dios esté también a punto de apagarse. Tal vez los ojos de muchos mayores estén cubriéndose de niebla. Tal vez, hasta sienta que la neblina le rodea el alma, los pensamientos, los proyectos. Pero, Aquel que “no apagará el pábilo que humeare”, puede soplar con Su Espíritu para reavivar la llama. Y puede usarle para ello.

Así Dios llamó a Samuel una vez. Pensando que era Elí fue rápidamente a su encuentro a decirle: “Aquí estoy”. Le llamó una segunda vez, y lo mismo. Pero el anciano sacerdote con ternura le dijo: “Hijo mío, yo no he llamado”. A la tercera vez, Elí interpretó que no era sino la voz de Dios llamando al muchacho. Entonces le dijo: “Vé y acuéstate, y si te llamare, dirás: Habla, Jehová, porque tu siervo oye”. Elí no podía responder al llamado de Dios, porque el llamado de Dios es personal. Y el siervo obediente debe presentarse ante el Señor que le llama.

“Y vino Jehová y se paró y llamó como las otras veces: ¡Samuel, Samuel! Entonces Samuel dijo: Habla, porque tu siervo oye”. Oír, en este caso no era solo percibir con el oído. Oír significa aquí estar dispuesto a obedecer. Siempre se ha necesitado un oído atento y sensible a la voz de Dios para oírle hablar.

 “Los oídos abiertos del siervo son una razón para los labios abiertos del Señor. Debemos estar seguros de que si estamos dispuestos a oír, Él está más que dispuesto a hablarnos”. 

Hoy, el Señor nos habla a través de Su palabra oída o leída. Y no ha cesado de hablar. Sigue hablando. Bien dice Jeremías en una frase que es suya en varios lugares de su profecía que Dios ha hablado “desde temprano y sin cesar”. 

Dios tenía una responsabilidad mayor para aquel que había sido “fiel en lo muy poco”. Siempre es así. Dios no emplea a siervos ociosos. Dios emplea a siervos en servicio. Y les muestra nuevos desafíos y más altos privilegios de emplear sus tiempos, sus dones y sus anhelos en Su obra. 

Samuel estaba en el lugar indicado: en el templo del Señor. Allí donde le había llevado su piadosa madre. Donde fue madurando su fe, antes prestada, pero poco a poco, como siglos después sería con Timoteo, convirtiéndose en genuina.

No es sino para imitar la actitud de la madre de Samuel, como tantas mujeres piadosas que fueron fundamentales en la crianza de sus hijos en el temor de Dios y una verdadera inspiración para sus vidas dedicadas al más elevado servicio.

De ahí, que debemos destacar la importancia de llevar a nuestros hijos a la iglesia, al templo, al lugar de adoración. De crear en ellos el hábito de congregarse, de no faltar, de llegar a tiempo, de venir con el corazón preparado. De amar el lugar donde Dios mora en medio de Su pueblo. De estar cerca de él. De cultivar el santo hábito de la lectura de la Biblia y la oración. De mostrar al mundo vidas transparentes, íntegras, genuinas, de “fe no fingida”. Bendito el hombre que vive desde sus más tiernos años bajo el amparo de la presencia de Dios, mamando la leche espiritual que le irá fortaleciendo y preservando de las miserias del mundo. Es cierto que, como a la mujer de Lucas 7 al que se ha perdonado mucho, mucho ama, pero ninguno de nosotros, aun siendo salvos de niños podemos desconocer que éramos potencialmente perdidos pecadores y que si no llegamos a conocer la maldad en su más variada perversión, fue solo por la gracia de Dios, y podemos decir con el salmista: “Has guardado mi alma de la muerte, mis ojos de lágrimas y mis pies de resbalar”.

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