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Autor: Eduardo Cartea Millos

Dios te llama a obedecer como hizo con Abraham. Abraham confió en Dios y fue aprobado por Él. Dios lo bendijo y a muchos a través de él. Si tú buscas obedecer a Dios, Él se ocupará de la bendición.


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PE2853- Estudio Bíblico
Cuando Dios llama dos veces (8ª parte)



El premio de la obediencia

¿Qué tal, cómo está? Si ud. está siguiendo la serie titulada “Cuando

Dios llama dos veces”, seguramente me habrá acompañado a ver hasta aquí el doble llamado de Dios a ese gran hombre de la Biblia y de la historia que fue Abraham. En nuestro último encuentro dejamos a Abraham en el monte Moriah, desatando a su hijo Isaac del altar de piedras y subiendo a él un carnero que promisoriamente Dios había provisto. Isaac había sido ofrecido espiritualmente por Abraham, pero tuvo un sustituto para no morir. Hoy, el capítulo 22 del libro del Génesis nos invita a leer los versículos 15 al 18:

“Y llamó el ángel de Jehová a Abraham segunda vez desde el cielo, y dijo: Por mí mismo he jurado, dice Jehová, que por cuanto has hecho esto, y no me has rehusado tu hijo, tu único hijo; de cierto, te bendeciré…”.

El verdadero sacrificio que Dios esperaba no era el cuerpo de Isaac, sino el corazón de Abraham. Quería su obediencia. Su confianza plena.

 “El hecho más destacado en la historia de Abraham es que siempre estuvo listo para obedecer. Y aun cuando Isaac no fue sacrificado materialmente, en las profundidades del espíritu de Abraham, en su intención, en su voluntad, en su entrega, el sacrificio se consumó. En las horas previas de comunión Abraham había aprendido que el Juez de toda la tierra hará lo que es justo, y en consecuencia, sin titubear, sigue adelante en espíritu de obediencia a través de un sendero donde parece que no hay sino tinieblas, un sendero de sufrimiento sacrificial y personal; y de esta manera, Dios le condujo hasta la última etapa de compañerismo con Él, en su sufrimiento”.

Abraham obedeció, y Dios le dio una palabra de aprobación: “Ya conozco que temes a Dios”.  

¿Qué significaba para Abraham “temer a Dios”? El temor a Dios, o temor de Dios, es lo que la Biblia dice que es “el principio de toda sabiduría”, es decir, la base de una vida sabia, sensata, prudente, inteligente que procede de acuerdo a los principios de Dios. No se refiere a un temor hacia Dios en el sentido de temerle con miedo. El apóstol Juan dice que “en el amor no hay temor, porque el perfecto amor echa fuera el temor, porque el temor lleva en sí castigo”. En este caso el temor es “miedo”, como el de los esclavos a sus amos. Por eso el versículo habla de “castigo”. El miedo y el amor son incompatibles. Así que “En el amor a Dios no hay temor, pero en el temor a Dios, sí hay amor”. Se trata, pues, de un sentimiento de reverencia, es decir, temerle con respeto y sentido de la responsabilidad.

Podríamos decir que esta expresión apunta en dos sentidos: Una hacia mí. Entonces debo con plena conciencia pensar con temor que soy débil, que soy frágil. Como dice David en el Salmo 39.4: Sepa yo cuán frágil soy”.  No solo por ser limitados en el tiempo, sino por ser conscientes de nuestra propia incapacidad e impotencia para enfrentar las circunstancias, las tentaciones, las exigencias de la vida cristiana.

¿Qué es tener “temor y temblor”? Un escritor cristiano lo expresa así:

“Significa que debemos mantener una santa vigilancia sobre nuestra vida, con un profundo sentido de conciencia de nuestra debilidad y de la fortaleza de nuestros enemigos”.

Pero el otro sentido de esta expresiónes hacia el Señor, profesando reverente obediencia y sumisión a su voluntad. Y, además, a hacerlo con un sentimiento de temor por desagradarle y ofenderle. Cuando realmente amamos a una persona, no tememos lo que nos pueda hacer. Lo que tememos es causarle pena, dolor. Lo que tememos es herirle en sus sentimientos.  Así que, es actuar para Dios con lealtad sincera.

El temor a ofenderle es un sentimiento que nos lleva a la adoración. A humillarnos ante Su majestad y santidad y desear no pecar para no ofender Su nombre.

Así que no es temor de lo que nos pueda hacer Dios, sino del mal que podríamos hacerle nosotros a Él, del dolor que podríamos causarle.

¿Qué cosas hay en mi vida, en tu vida que pueden ofender al Señor? ¿Costumbres, vocabulario, chismes, desorden, envidias, mal carácter, apatía espiritual, pecado, orgullo, superficialidad, mundanalidad, carnalidad?

¿Hay algo de esto en nuestra vida, que no confesamos al Señor, ni pensamos que lo ofende, que lo hiere profundamente?

En el capítulo 4 de la epístola a los Efesios, el apóstol está haciendo un resumen de las cosas, hábitos, tendencias que el creyente debería dejar de lado, pues son características del “viejo hombre”, es decir de la “vieja naturaleza” que tenemos desde nuestra concepción y que, dice Pablo, “está viciado conforme a los deseos engañosos”; dicho de otra manera: “ya no vivan ni se conduzcan como antes, cuando los malos deseos, las pasiones corrompidas dirigían su manera de vivir”. Y esas inclinaciones de la vieja naturaleza les llevaban a vivir de una forma mundana, contraria a la voluntad de Dios. Por eso les dice que, desechando la mentira, deben hablar verdad; que si se enojan por algo justo, no sean rencorosos; que no den lugar al diablo con sus engaños; que si antes hurtaban en cosas, tiempo, etc., ahora trabajen y además compartan con los que tienen necesidad; que ninguna palabra corrompida, deshonesta salga de sus labios, sino aquella que edifica, que hace bien. Y entonces agrega: “No entristezcan al Espíritu Santo de Dios con el cual fueron sellados”. ¿Puedo entristecer a Dios, a su Santo Espíritu? ¡Claro que puedo! Mi pecado le entristece, porque mi pecado es como dijo el muchacho pródigo de la parábola: Es pecado primero contra el cielo y después contra los demás.

Por lo tanto, un cristiano que tenga temor reverencial, tratará de no entristecer nunca a ese residente divino que tiene en su cuerpo hasta el día en que el Señor Jesucristo le transforme y lleve a Su presencia.

Pero, además, no tener temor reverencial de Dios es subestimar su nombre y su Persona. Por eso Jesús enseñó a orar: “Padre nuestro que estás en el cielo, santificado sea tu nombre”. Si menciono, invoco el nombre de Dios, debo hacerlo dignamente.

Por otra parte, no tener temor reverencial de Dios es, sencillamente, ser muy ingrato. Porque él me salvó para andar en vida nueva, para servirle con integridad, para honrarle en pensamiento y acción. Así lo entiende el autor a la epístola a los Hebreos, cuando escribe en el cap. 12: “Así que, recibiendo nosotros un reino inconmovible, tengamos gratitud, y mediante ella sirvamos a Dios, agradándole con temor y reverencia, porque nuestro Dios es fuego consumidor”.

Vivimos días en los cuales el mundo y sus tendencias pueden influir en nuestra mente y condicionar nuestra conducta. El hombre temeroso de Dios sabe lo que le conviene mirar, leer, hablar. Sabe poner un filtro y seleccionar lo que ve, oye, lee. Sabe que el espíritu también se contamina. Si comemos algo en mal estado o perjudicial para la salud, el cuerpo se daña. Cuando vemos, oímos, hacemos algo espiritualmente malo, la mente, el corazón, la conciencia, el espíritu también se dañan. Oigamos a Pablo: “Así que, amados, puesto que tenemos tales promesas, limpiémonos de toda contaminación de carne y de espíritu (es decir, todo lo que pueda mancharnos, dañarnos nuestro cuerpo y nuestra mente, nuestro espíritu), perfeccionando la santidad en el temor de Dios”.

Volviendo a nuestra historia: Dios recompensó a Abraham. No solo sustituyendo a su hijo Isaac por un carnero para el sacrificio, pero, además, dándole grandes promesas: “De cierto te bendeciré, y multiplicaré tu descendencia como las estrellas del cielo y como la arena que está a la orilla del mar, y tu descendencia poseerá las puertas de sus enemigos. En tu simiente serán benditas todas las naciones de la tierra. Por cuanto obedeciste a mi voz”. Una bendición personal, y una bendición universal. Bendición, esta última, que nos alcanza a cada uno de nosotros en forma incondicional.  Dios nos la da como descendencia espiritual de Abraham. La bendición personal, es condicional, si, como él, sabemos descender cada día “de los montes del sacrificio a los valles del deber cotidiano”.

Un escritor cristiano dice así:

“Si Abraham no hubiera extendido su mano para degollar a su hijo, no habría conocido nunca toda la excelsa grandeza de las riquezas del nombre que aquí da a Dios: “Jehová proveerá” (v. 14). Solamente cuando de verdad seamos sometidos a la prueba, descubriremos lo que es Dios. Sin pruebas no podremos ser más que conocedores teóricos; pero Dios no quiere que seamos tan solo conocedores; desea que penetremos en las profundidades de la vida que está en él mismo, en la realidad de una comunión personal con él”.

Bien dice J. Murray en su libro: “La escuela de la obediencia”: “Cuídense de pedir únicamente ser bendecidos. Preocúpense por la obediencia, que Dios se ocupará de la bendición”.

Un conocido himno cristiano nos da la fórmula que llegó a ser una realidad bendita en la vida de este hombre ejemplar que se llamó Abraham, y que puede ser también la razón de nuestra vida para alcanzar las promesas de Dios:                   

Obedecer, y confiar en Jesús
Es la senda marcada para andar en la luz.  

2 Comments

  1. Eus mendez dice:

    Creo que estos temas de conocer la voluntad de Dios , transformas nuestras vidas .

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