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Autor: Eduardo Cartea Millos

Jacob no solía consultar a Dios. Lo aprendió con los años. Descubrió que Dios tiene un plan, y lo manifiesta cuando estamos dispuestos a entregarnos Él, a rendirnos a Dios. ¿Y tú? ¿Aprenderás más rápido que Jacob?


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PE2855- Estudio Bíblico
Cuando Dios llama dos veces (10ª parte)



Dios nos muestra su voluntad

Hola, es un gusto para mí estar nuevamente con usted. En nuestro último encuentro estuvimos viendo en el marco del capítulo 46 del libro del Génesis a Jacob, ese personaje tan singular de la Biblia levantando un altar a Dios en Beerseba. Nos imaginamos su consulta sobre lo que debía hacer: “¿Señor, voy a Egipto, o me quedo aquí en Canaán? ¿Vas a ir conmigo? ¿Vas a prosperar mi camino?”.

Este es un rasgo importante en la vida de Jacob. Es que Jacob no fue un hombre que vivía consultando a Dios.  No se lee un solo versículo en el que diga que Jacob “consultó a Jehová”. Casi siempre tomó decisiones por su cuenta guiado por su astucia, su inteligencia, su habilidad, su intrepidez. Pero no siempre por la voluntad de Dios. Así le fue muchas veces. Así sintió el rigor de la frustración, del error, del pecado cometido.

Por eso debió huir delante de su hermano por temor a que lo matase. Por eso debió sufrir el engaño de Labán. Por eso debió angustiarse por la conducta de sus hijos.

Pero, parecería que al fin de sus años aprendió la lección. Ahora está ante una alternativa: quedarse en Canaán, o descender a Egipto. Y ora a Dios pidiendo Su dirección, su aprobación. Y Dios le contestó. Leemos en el v. 3: Y dijo: Yo soy Dios, el Dios de tu padre; no temas de descender a Egipto, porque allí yo haré de ti una gran nación”.

Él estuvo dispuesto a recibir la dirección divina y Dios le acompañó en su experiencia.

Su actitud nos enseña la importancia de orar al Señor antes de emprender cualquier empresa, antes de tomar cualquier decisión. Muchas veces hacemos al revés: tomamos la decisión y luego pedimos la bendición del Señor sobre lo que decidimos por nuestra cuenta.

Y aquí podemos reflexionar algunos conceptos sobre un tema crucial en todas las etapas de la vida: el conocer la voluntad de Dios y cómo hacerla. Veamos.

En primer lugar: Dios tiene un plan para mi vida.

Yo no soy, y usted tampoco la consecuencia de un accidente biológico, o de una casualidad del destino. O, como alguien dijo: “El resultado fortuito de una lotería astronómica en el universo”. ¡En ninguna manera! Soy un ser planeado desde la eternidad. Mi vida tiene para Dios una profunda razón de ser.

“No estoy en el mundo para que Dios cumpla mis propósitos, sino para que yo cumpla el propósito de Dios”, dijo un escritor.

Dios tiene un gran plan maestro y obra de acuerdo a este gran plan. Y yo tengo un lugar en ese proyecto, así que debo conocer la parte que me toca.  Leo en Jeremías, en palabras de Dios mismo una preciosa expresión: “Yo sé muy bien los planes que tengo para ustedes, dice el Eterno; planes de bienestar y no de calamidad, a fin de darles un futuro de esperanza”. Leo también en Efesios 2 lo que dice el apóstol Pablo: “Somos hechura de Dios, creados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios dispuso de antemano a fin de que las pongamos en práctica”.

La tragedia más grande no es morir, sino vivir sin un propósito. No digo sin deseos. Deseo es una cosa, propósito es otra. Todos tenemos deseos, sueños, anhelos de prosperidad, de felicidad, de dar y recibir amor, de ser buenas personas, de lograr metas. Pero tener propósitos es otra cosa: Es saber para qué estoy en el mundo y enfocar la vida hacia esa meta. Aún más: es saber qué quiere Dios que yo sea y que yo haga y saber que Él quiere y puede ayudarme a alcanzar ese propósito.

En segundo lugar: Dios se manifiesta a aquellos que rinden su vida a Él.

Sin duda, Dios lo hará a aquellos que estén dispuestos a conocer su voluntad.

“Al Señor le agrada revelar sus propósitos. No son un secreto. Si alguien alega: “He buscado a Dios y no puedo encontrarlo” es porque ese alguien ha buscado mal. Dios se ha revelado a sí mismo; su deseo es conocernos y que le conozcamos”.

Dios nos dice claramente en el Salmo 32: “Te haré entender, y te enseñaré el camino en que debes andar; sobre ti fijaré mis ojos”, es decir, “voy a darte buenos consejos y cuidaré de ti”. ¡Qué promesa tan extraordinaria!  Requiere de nuestra parte total rendición a Él.

La palabra “rendición” tiene en nuestro lenguaje una connotación negativa.En un mundo que premia el éxito, “rendirse” suena a derrota, a debilidad, a ser un perdedor. Pero rendirse a Dios no es nada de esto. Cuando voy a un médico, me rindo ante su conocimiento y acepto su diagnóstico y su medicación. No hacerlo no es ser “ganador”, sino ser un “tonto”. 

Rendirse a Dios es reconocerle como el Señor de la vida. Rendirse a Dios no es para débiles, sino para fuertes. No es para cobardes, sino para valientes. No es para soberbios, sino para humildes.

Rendirse es confesar al Señor nuestros fracasos, y llorar por ellos. Pero, levantarnos con la confianza de saber que el Señor aún sigue a nuestro lado y nos guiará hasta el fin, hasta cumplir aquello que Él se propuso en nosotros y con nosotros.

Rendirse es decir como el rey Josafat: “Oh, Dios nuestro… en nosotros no hay fuerza… no sabemos qué hacer, y a ti volvemos nuestros ojos”, es decir, “en ti hemos puesto nuestra esperanza”.

Rendirse es decir con David: “Hazme oír por la mañana tu misericordia, porque en ti he confiado; hazme saber el camino por donde yo ande, porque a ti he elevado mi alma”.

Es lo que hicieron los discípulos cuando después de una noche de pesca infructuosa, ante la sugerencia del Señor, le dijeron en palabras de Pedro: “Maestro, toda la noche hemos estado trabajando, y nada hemos pescado; mas, en tu palabra echaré la red”. Así que echaron obedientemente las redes a la mano derecha y las levantaron llenas de peces.

Rendirse es decir como Pablo: “Señor, ¿qué quieres que yo haga?”.

O como Jesús:“Padre, no se haga mi voluntad, sino la tuya”. O, “he aquí vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad”.

Rendirse a Dios, en definitiva, es aceptar y estar dispuestos a hacer lo que Él quiere que hagamos.

Pero esta es una decisión trascendente que requiere de confianza en el Señor. Un joven decía: “Temo entregar mi vida al Señor porque no estoy seguro de lo que él me obligará a hacer”. Después de muchos años de vida cristiana, y de múltiples experiencias, no siempre agradables, podemos decir con gozosa humildad que la voluntad de Dios siempre ha sido “buena, agradable y perfecta”.

Usted me dirá: buena, sí; perfecta, también. Pero ¡no siempre es agradable! Acepto. Déjeme decirle que es posible que los métodos que Dios emplee no siempre son los más agradables. ¡Pero los resultados, sí! Siempre pienso en aquel milagro de Jesús con el ciego de Betsaida, relatado en el evangelio de Marcos. El Señor pudo haberle sanado con una palabra, o tocando sus ojos, o de tantas otras maneras. Pero lo que hizo fue escupir en sus ojos. ¡Qué método tan extraño! Tal vez, a la vista de los hombres, no era el más agradable. Pero al fin, dice el evangelio que “fue restablecido, y vio de lejos y claramente a todos”.

Las pruebas no suelen ser agradables. Santiago dice: “Hermanos míos, tened por sumo gozo cuando os halléis en diversas pruebas, sabiendo que la prueba de vuestra fe produce paciencia. Mas tenga la paciencia su obra completa, para que seáis perfectos y cabales ­sin que os falte cosa alguna”.  No le pedimos a Dios que nos pruebe. Pero las pruebas son una realidad, y Santiago dice que somos dichosos cuando estemos pasando por ellas. ¿Por las pruebas en sí? No, sino por sus resultados. Pedro dice que el oro de nuestra fe se prueba con fuego. Y pasar por el fuego no es agradable. ¿Recuerda los compañeros de Daniel? Su testimonio les hizo pasar por el fuego preparado para aquellos que no adoraban la imagen pagana. Pero Dios les libró del fuego. Ese Dios de milagros y poder es su Dios y mi Dios.  

Por otro lado, el resultado de las pruebas es la paciencia. Y la paciencia es un proceso que lleva ser perfectos, es decir, a la madurez, y a ser cabales, que en el original significa “ser íntegros”, íntegros para Dios.

Al fin, pues, la voluntad de Dios es agradable.

“La capacidad del hombre para el placer encuentra su plena satisfacción cuando su vida es entregada a la voluntad de Dios. Hay primero el deleite inmediato de la obediencia. La respuesta al amor es en sí misma la esencia del deleite. Esto se ilustra por medio de todo lo que sabemos del amor en las relaciones humanas, pero la realización más elevada se ha de encontrar en este reino de la sumisión al gobierno de Dios. En las palabras de Cristo: “Mi deleite es hacer tu voluntad, Dios mío”, hay un significado infinito”. La voluntad de Dios es buena, agradable y perfecta, cuando estoy dispuesto a entregarme a ella, a rendirme totalmente a Dios.

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