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Autor: Eduardo Cartea Millos

El llamado de Dios a la vida del creyente es una experiencia personal, íntima, decisiva, a veces traumática y como resultado de una lucha, de una crisis espiritual, que requiere de un corazón dispuesto a hacer Su voluntad, a obedecer sus demandas, a ser guiado por Su Espíritu, a responder a un propósito divino claro. Y debe ser tomado con responsabilidad, humildad y verdadera consagración. 


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PE2847- Estudio Bíblico
Cuando Dios llama dos veces (2ª parte)



El llamado de Dios

Hola. Estamos viendo en la Biblia lo que significa el llamado de Dios a los hombres, en el marco de “los siete dobles llamados de Dios”. Hemos visto en primer lugar que su llamado es personal; en segundo lugar, con un propósito eterno; en tercero, por pura gracia; en cuarto, ineludible y en quinto, permanente. Hoy veremos algunas otras características de este llamado.

En sexto lugar, su llamado es santificador.

Leemos en 1 Tesalonicenses 5: “Y el mismo Dios de paz os santifique por completo, y todo vuestro ser, espíritu, alma y cuerpo sea guardado irreprensible para la venida de nuestro Señor Jesucristo. Fiel es el que os llama, el cual también lo hará”.                                                                             

El proceso de santificación es el aspecto actual de nuestra salvación. Hemos sido salvos de la paga del pecado. Somos ahora salvos del poder del pecado y seremos salvos, cuando Cristo nos venga a buscar, de la presencia del pecado. Y aquel que es fiel al llamarnos, es fiel en cumplir en nosotros esa obra santificadora.

Es cierto que somos santificados en Cristo y somos llamados santos. Tiene que ver con nuestra unión con Cristo. Es una verdad posicional. Pero también somos llamados a santificación en un proceso progresivo y experimental, y eso tiene que ver con nuestra comunión con Cristo.

Pablo escribe a Timoteo y en su primera epístola le dice en acentos majestuosos: “Quien nos salvó y llamó con llamamiento santo, no conforma a nuestras obras, sino según el propósito suyo y la gracia que nos fue dada en Cristo Jesús, antes de los tiempos de los siglos”.

Ese proceso santificador lleva al creyente a imitar la vida del Señor. Así lo resume Pedro, cuando en su 1ª. Epístola dice que fuimos llamados para seguir muy de cerca las pisadas de Cristo, para copiar, imitar su ejemplo.

En séptimo lugar, su llamado es también sacrificial. Seguir a Cristo no es algo intrascendente. La vida cristiana, cuando es vivida en la esfera del Espíritu, no es fácil. Requiere una disposición, una entrega y un compromiso especiales.

“La vida llena del Espíritu no es, como algunos suponen, una vida llena de paz, serenidad y quietud. Mas bien parece lo opuesto”. Seguir a Cristo con obediente fidelidad tiene un gran costo. Para algunos, desprecios, para otros, renuncias, para otros, pruebas. Para otros aun, –y lo decimos con profunda consideración– persecución, cárcel, torturas e incluso muerte.

Dios nos ha llamado a seguirle y eso comporta un costo. El costo de seguir a Cristo. Eso es “llevar la cruz”. Estar dispuestos a lo que Dios disponga. No siempre Dios nos llama al martirio. Pero nos llama a llevar la cruz, es decir, renunciar a lo que somos, tenemos o podemos llegar a ser y tener para seguirle, para obedecerle, para hacer lo que Él quiere que hagamos.

Dice John Stott:

“No se puede seguir a Jesús sin un abandono previo. Seguir a Cristo significa renunciar a lealtades de menor importancia. Cuando él vivía entre los hombres aquí en la tierra, esto significaba un abandono literal del hogar y el trabajo. Simón y Andrés “dejaron sus redes y se fueron con él”. Jacobo y Juan “dejaron a su padre Zebedeo en el barco con sus ayudantes, y se fueron con Jesús”. Mateo, que escuchó el llamado de Cristo mientras estaba “sentado en el lugar donde se pagaban los impuestos… se levantó y, dejándolo todo, siguió a Jesús”. Hoy en principio, el llamado de Jesucristo no ha cambiado. Todavía dice: “Sígueme”.

En la conocida parábola de Lucas 9, el Señor llama a seguirle a tres personas. Uno, en realidad, se ofreció a ello, diciéndole muy resueltamente: “Señor, te seguiré adondequiera que vayas”. Jesús le contestó pragmáticamente: “Las zorras tienen guaridas, y las aves de los cielos nidos; mas el Hijo del Hombre no tiene dónde recostar la cabeza”. Luego llamó a otro y le dijo: “Sígueme”. Este le dijo: “Señor, déjame que primero vaya y entierre a mi padre”, a lo que Jesús le contestó: “Deja que los muertos entierren a sus muertos; y tú ve, y anuncia el reino de Dios”. Finalmente, uno más, dijo al Maestro: “Te seguiré, Señor; pero déjame que me despida primero de los que están en mi casa”. Jesús, entonces le respondió: “Ninguno que poniendo su mano en el arado mira hacia atrás, es apto para el reino de Dios”.

Es interesante ver la contestación de los que fueron llamados. El primero, impulsado por sus emociones no tenía en cuenta lo difícil que sería seguir a Jesús. El segundo, probablemente especuló con esperar morir a su padre y, después de cobrar la herencia, dedicarse a seguir al Maestro. No entendió que el llamado divino merece toda prioridad. El tercero, se distraería yendo a su casa familiar, y sería atrapado por sentimientos. Era como “mirar atrás” como la mujer de Lot. No eran aptos para el reino.

El llamado del Señor requiere decisión, estar dispuestos a dejar cualquier amor, por un amor mayor. El amor hacia aquel a quien amamos, porque él nos amó primero.

El llamado de Dios a la vida del creyente es una experiencia personal, íntima, decisiva, a veces traumática y como resultado de una lucha, de una crisis espiritual, que requiere de un corazón dispuesto a hacer Su voluntad, a obedecer sus demandas, a ser guiado por Su Espíritu, a responder a un propósito divino claro. Y debe ser tomado con responsabilidad, humildad y verdadera consagración.  

Dice Felipe Expósito, un excelente expositor cristiano:

“El llamamiento celestial no es un ensueño vacío que aflora como producto de una alteración pasajera del ánimo. No es resultante de la superstición, ni siquiera de la presión de aquellos que con buenas intenciones anhelan nuestro bien espiritual. No es que no debamos exhortar a la consagración, pero debemos ser muy prudentes y cautelosos en cuanto a alentar consagraciones masivas en un ambiente saturado de sicosis emocional para inducir a los hermanos a tomar decisiones precipitadas, sin que ellos hayan experimentado una clara percepción personal de la presencia de Dios”.    

A veces, nuestro ser se resiste a ese llamado. Así fue con Jeremías. Había querido cerrar sus oídos al llamado de Dios. Lo había decidido en el secreto de su corazón, y dijo: “No me acordaré más de él, ni hablaré más en su nombre”. Pero su llamado es muy poderoso y muchas veces nos ocurre lo que también experimentó el profeta: cae ante el Señor y confiesa: “No obstante había en mi corazón como un fuego ardiente metido en mis huesos; traté de sufrirlo, y no pude”. Y tiene que admitir con humildad: “Me sedujiste, oh Jehová, y fui seducido; más fuerte fuiste que yo, y me venciste” (Jer. 20.7, 9).

Su llamado es santificador, sacrificial, pero finalmente…

Su llamado es con propósito.

Y ese propósito es bien definido. Nunca es incierto. La esfera a la cual fuimos llamados con este llamamiento celestial es la comunión con Jesucristo. No solo pertenecerle, sino entrar en una relación de unión indisoluble y de comunión estrecha con él. Leemos en 1 Corintios 1.9: “Fiel es Dios, por el cual fuisteis llamados a la comunión con su Hijo Jesucristo, nuestro Señor”.

Pero no solo a esa comunión “vertical”, sino también a una comunión “horizontal” con otros hijos de Dios, como miembros de la iglesia de Jesucristo, de la familia de Dios. Aquellos que la componen y que son “llamados, santificados en Dios Padre y guardados en Jesucristo”, como leemos en la epístola de Judas, v. 1. De una iglesia que es llamada a salir de la esclavitud de ritos, preceptos, legalismo, pues bien dice la Biblia que fuimos llamados a libertad. Una iglesia que naturalmente deberá soportar oposición, por lo que deberá también tener en cuenta lo que ahora dice Pedro: “para esto fuisteis llamados, porque también Cristo padeció, dejándonos ejemplo para que sigáis sus pisadas” (1Pe. 2.9); que deberá recordar que fue llamada a separarse del pecado y del mundo, pues “no nos ha llamado Dios a inmundicia, sino a santificación” (1Ts. 4.7), por lo tanto deberá vivir a la altura del llamamiento, de ese Dios santo que exige santidad, pues –otra vez nos recuerda Pedro- “así como el que os llamó es santo, sed vosotros santos en toda vuestra manera de vivir” (1Pe. 1.15). Por eso Pablo escribía a los efesios y les decía: “os ruego que andéis –que os comportéis como es digno de la vocación con que fuisteis llamados”, y de esta forma afirmar la realidad de este llamamiento santo, cumpliendo aquel precepto vital: “Por lo cual, hermanos, tanto más procurad hacer firme vuestra vocación y elección, porque haciendo estas cosas, no caeréis jamás” (2Pe. 1.10).

Una iglesia que, finalmente, deberá olvidar “lo que queda atrás” y –como el apóstol a los gentiles– decir: “extendiéndome a lo que está delante, prosigo a la meta, al premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús” (Fil. 3.14, 15).    Permítame preguntarle hermano, hermana: ¿Usted es consciente del llamado de Dios para su vida? Dios le ha llamado, pero le sigue llamando, esperando una respuesta a su invitación. La respuesta que espera es: “Aquí estoy. Soy tuyo. Úsame dónde tú quieras para tu gloria”. O con la canción: “Aquí estoy, clamo a ti; tu perdón llegue a mí; vuelve hoy a ocupar el primer lugar en mí”.  

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