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Autor: Benedikt Peters

¿Existe un vínculo entre la salvación y la adoración? Reconocemos con exactitud la grandeza de la salvación y sobre todo de el Salvador? Todo depende de Dios y nada de nosotros. Dios tiene todo en sus manos, pero no tenemos a Dios en nuestras manos. Su obrar es soberano y el entendimiento de ésta verdad produce una adoración genuina y centrada.


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PE2487- Estudio Bíblico
¡Adoremos! (7ª parte)



La Salvación y la Adoración

Gracias por acompañarnos, hoy veremos juntos la estrecha relación que existe entre la Salvación y la adoración.

La salvación es la condición necesaria para la adoración. Ese es el orden en el libro de Éxodo. En los capítulos 12-14 se nos describe la redención y salvación de Egipto, en el capítulo 15 sigue el cántico de alabanza de los redimidos. En el evangelio de Juan leemos en el capítulo 3 del nuevo nacimiento, de la entrada en el reino de Dios, en el capítulo 4 leemos sobre la adoración. Por la salvación Dios nos ha hecho capaces de adorar. Además Dios ha actuado de tal forma en la salvación que no podemos sino adorar a Dios nuestro Salvador. A continuación mencionaremos dos aspectos que, al ser considerados deberían ser motivos para avivar nuestra alabanza.

Uno de ellos es la grandeza del Salvador ¿De qué manera vemos la grandeza del Salvador? La salvación obrada por Cristo revela el poder de Dios. Dios tuvo que vencer a un gran y terrible enemigo, para poder salvarnos a nosotros. También tuvo que vencer corazones tan duros como las rocas. Tuvo que aplicar gran fuerza para salvarnos
También es revelada la sabiduría de Dios. Dios ha sabido transformar a pecadores en santos sin comprometer en ningún momento su justicia. Ha sabido quitar la culpa de los culpables, sin pasar por alto ni una de las justas demandas de la ley.

En la Salvación queda en completa evidencia el amor de Dios. En su amor libre salvó a hombres todos indignos, rebeldes, gente que merecía ser condenada eternamente. Él no estaba obligado a salvar ni una sola alma. Pero quería salvar a pecadores. ¡Y qué precio pagó! Le costó lo mejor que posee el cielo. Le costó su propio Hijo.
Del mismo modo vemos manifestada la santidad de Dios. Salvó a pecadores juzgando el pecado implacablemente. Su santidad exigía que el pecado fuese juzgado y quitado de en medio. Desamparó a Su propio Hijo cuando éste fue hecho pecado en la cruz. Sus ojos son demasiado limpios como para mirar el pecado.

Veamos otro aspecto que debería encender nuestra alabanza. Hablemos de la grandeza de la salvación. ¿Cómo nos percatamos de la grandeza de la salvación? Podemos responder que por la profundidad de la que Dios nos salvó y por la altura a la que Él nos ensalzó. Estábamos muertos en nuestros pecados y delitos. No podemos caer más profundo. Dios nos resucitó y nos hizo sentar en los lugares celestiales en Cristo. No podemos ser ensalzados más. En el lenguaje poético del Antiguo Testamento vemos expresada la misma verdad de la siguiente manera en Salmos 113:5 al 8: “¿Quién como el Señor nuestro Dios, que ha enaltecido su habitación, que se humilla a mirar en el cielo y en la tierra? Él levanta del polvo al pobre, y al menesteroso alza del estiércol, para hacerlos sentar con los príncipes, con los príncipes de su pueblo”.

En el libro de Éxodo, el libro de la salvación en el Antiguo Testamento, se muestra cuánto abarca la salvación: Dios salvó a Israel de la servidumbre y de la muerte, los trajo a sí mismo y los llevó a la gloria. Podemos entender la grandeza de la salvación teniendo en cuenta también una lista de condiciones en las que nos encontrábamos antes de ella. Pensemos que estábamos atados por un fuerte enemigo que velaba armado su casa.
Estábamos bajo la ira de Dios; éramos candidatos para las llamas eternas. Eso representaba un gran problema. Estábamos ciegos, no viendo nuestra perdición ni la salvación; estábamos sordos para el evangelio, incluso estábamos muertos para Dios. Eso nos dejaba completamente impotentes. Éramos culpables y la culpa era infinitamente grande, tan grande que no hubiéramos podido pagarla jamás.

Vemos la grandeza de la salvación en que a través de ella Dios nos ensalza. Nos eleva a Sí mismo, a Su cielo, a Su casa, a Su presencia. Hace de nosotros herederos e hijos, sacerdotes que entran en la presencia de Dios, y reyes que reinarán con Su Hijo. En los cánticos de alabanza del Antiguo y del Nuevo Testamento vemos nombradas todas estas cosas como motivo para la adoración. Todo el cántico de los redimidos en Éxodo 15 es un ejemplo magnífico de ello. Lo invitamos amigo oyente a leerlo y encontrar las cosas que acabo de enumerar y a meditar sobre ellas para después adorar a Dios por ello.

Otro hecho que motiva la adoración es reconocer que todo está en manos de Dios y Dios no está en nuestras manos. ¿Acaso no he de hacerme pequeño ante el Eterno y Todopoderoso, ante el Santo a quien se lo debo todo, y a quien yo había provocado con mi pecado? ¿Acaso no he de humillarme delante de Él? George Whitefield escribió en la primavera de 1741 en una carta: “Dios es vuestro Dios… ¿no os llena esto de admiración? ¿no se derrite vuestro corazón a causa de ello? ¿no os impulsa esto a clamar: ‚Señor, ¿por qué precisamente yo?’ Cuanto más nos hagamos esta pregunta, mejor. Contemplar un alma tirada en el polvo delante de Dios, vencida y profundamente conmovida por ese amor de Dios que elige libremente, es algo de lo más extraordinario y precioso”.

¿Acaso no debo echarme en el polvo delante de Dios? ¿No es esta la adoración verdadera? ¿Y no he de confesar que todo, mi mera existencia, y con más razón mi bienestar o perdición eterna está en Su mano? La salvación está en manos de Dios, y yo mismo también estoy en Su mano.

Jonatan Edwards, un contemporáneo de George Whitefield un par de años mayor que él, pronunció un sermón en Boston, en 1731 con el título: “Dios glorificado por la dependencia del hombre”. Entre otras cosas dijo lo siguiente: “Los redimidos dependen absoluta y totalmente de Dios: La naturaleza y el plan de nuestra salvación son de tal índole que los redimidos dependen directa y completamente de Dios en todos los sentidos”. A nosotros nos gustaría que fuese al revés, y por eso una y otra vez en la cristiandad se ha vuelto lo de arriba abajo.

La misma tergiversación de las circunstancias ocurre, cuando ciertos músicos hoy en día creen que pueden impulsar al Espíritu Santo. El hecho de afirmar que nosotros supuestamente seríamos capaces de poner en movimiento al Espíritu Santo es un engaño blasfemo. ¡No! Él es Dios, y sopla donde, cuando y como Él quiere en palabras del propio Jesús en Juan 3:8. Con la adoración no podemos forzar o exigir nada. La adoración y la alabanza son la respuesta del creyente a lo que Dios ha obrado y hablado. No podemos relegar a Dios o las circunstancias, ni hacer que nos obedezcan a nosotros, ni tampoco podemos conseguirlo mediante la alabanza. Porque nosotros estamos en manos de Dios, Dios no está en nuestra mano. Tenemos que someternos a Dios y a las circunstancias regidas por Él. Nosotros no podemos mandar a Dios.

Leamos y analicemos juntos un pasaje que puede dar lugar a interpretaciones confusas 2 Crónicas 20:22: “Y cuando comenzaron a entonar cantos de alabanza, el Señor puso contra los hijos de Amón, de Moab y del monte de Seir, las emboscadas de ellos mismos que venían contra Judá, y se mataron los unos a los otros”.

¿Aquí es la adoración la que obra la victoria sobre los enemigos? No, sólo la consideración superficial parece indicar que es así. La victoria no fue la consecuencia de la alabanza, sino que la alabanza fue la consecuencia de la revelación del propósito de Dios. Cuando el peligro ya aparecía en el horizonte, el rey Josafat y los habitantes de Jerusalén fueron a consultar a Dios, como podemos leer en los versículos previos, y Dios les respondió por el profeta. Los judíos creyeron a Dios y a Su profeta; por eso estaban seguros de obtener la victoria y por eso adoraron a Dios. Mientras que iban a la batalla alabando a Dios, Él cumplió su promesa dada con anterioridad.

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