Cuando los cristianos hacen la guerra

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En los Estados Unidos muchos creyentes ponen su esperanza en el presidente republicano Donald Trump. Su afectiva correspondencia al mandatario es consecuencia de que ha sido el primer presidente del país en hacerse presente en una marcha por la vida y dar un discurso sin igual contra el asesinato de los niños no nacidos. Debido a que la mayoría de sus seguidores evangélicos son amigos de Israel, su política exterior refleja que tal vez se trate del presidente estadounidense que más ha favorecido a esta nación, aunque Estados Unidos, tradicionalmente, ha sido siempre pro Israel. Tal como lo deseaban los cristianos, Trump nombró jueces conservadores para el Tribunal Supremo, a pesar de la fuerte resistencia de sus opositores. Varios pastores evangélicos declaran con entusiasmo que Trump ha superado sus expectativas. De hecho, parece que ninguno de sus antecesores cumplió tantas promesas electorales a los conservadores (la mayoría de ellos cristianos) como lo hizo él.

A pesar de esto, no todos los cristianos son aficionados a Trump. Muchos lo desprecian a pesar de su política procristiana, ya que representa todo menos un cristiano modelo. Christianity Today publicó un artículo que insta a los evangélicos a apartarse de Trump, puesto que la relación pública con un hombre así dañaría el testimonio del evangelio en el mundo. La Comisión de Ética de los Bautistas del Sur –muy a pesar de muchos bautistas– también interpone sus recursos para argumentar en contra del presidente. Muchos de estos opositores a Trump preferirían ver a un aceptable demócrata en la Casa Blanca, aún cuando esto signifique restricciones a la libertad religiosa, una defensa a los derechos transgénero y la legalización del aborto en todas las etapas del embarazo.

Por otro lado, existen cristianos que mantienen una postura sobria: ni idolatran a Trump ni lo odian, sino que ven en él un tipo de katechón, palabra griega que describe lo que “impide”, utilizada por el apóstol Pablo cuando enseña que para que el Anticristo tome todo el poder, es necesario que “lo que lo impide” sea quitado (2 Tesalonicenses 2:1-11). No existe un consenso entre los intérpretes, al menos evangélicos, acerca de quién es precisamente “él que impide” o qué es “lo que impide” este hecho. ¿Es la iglesia, es el Espíritu Santo, o son los gobiernos? Más allá de esto, algunos creyentes consideran a Trump, a pesar de ser un hombre indecente, una especie de katechón –aunque no precisamente el anunciado por Pablo– que retrasa un poco la ola anticristiana que pretende inundar los Estados Unidos.

Sea como sea, Trump no gobernará eternamente y el creciente odio a los cristianos se mostrará cada vez más fuerte en esta nación (y en todo el mundo occidental), lo que difícilmente pueda detenerse. Los cristianos deben en parte atribuirse a sí mismos este desarrollo. Es muy posible que Trump dañe la imagen pública del cristianismo, pero antes de él tampoco era todo color de rosas.

La luz de la iglesia se ha atenuado, su sal ha perdido la fuerza. Las sombrías profecías de los últimos tiempos sobre la iglesia, anunciadas por el apóstol Pablo, parecen cumplirse como nunca antes (véase 2 Timoteo 3).

La alianza de los cristianos con líderes políticos poderosos, con el fin de fortalecer su posición, no es nada nuevo. El primer hombre poderoso en asociarse con el cristianismo fue Constantino el Grande. Por otro lado, es posible que la Reforma de Martín Lutero no se hubiese impuesto con tanta eficacia sin el apoyo político de los príncipes alemanes. En sus “mejores” tiempos, la iglesia dictaminó cada una de las acciones políticas, como en el caso de Ambrosio de Milán, quien obligó al emperador romano a un acto de penitencia pública por haber ocasionado un baño de sangre entre opositores políticos. En contraste, en sus “peores” tiempos, los creyentes eran la pelota con la que jugaban los políticos mundanos, como en algunos períodos de la iglesia ortodoxa en Bizancio o durante el tiempo en que duró el Imperio de los zares.

El oficial y científico militar prusiano Carl von Clausewitz dijo: “La guerra es la continuación de la política por otros medios”. Esta es una observación muy perspicaz. Dicho en sentido contrario: la política es otra forma de violencia, en donde el que tiene algo que decir se impone a expensas de aquellos que no tienen nada que decir. En este sentido, el poder político es por naturaleza contrario al Sermón del Monte y las bienaventuranzas (Mateo 5:1 y ss.). Por esta razón, resulta tan delicado cuando los cristianos buscan hacer fortuna a través de la política: existe un gran peligro de que la “novia del Cordero” termine convirtiéndose en la “ramera de Babilonia”, cuando deja de confiar solo en Cristo para depositar su fe en una “bestia”.

El 9 de julio de 1572, en la ciudad de Brielle, fueron públicamente ejecutados en la horca diecinueve creyentes de Gorcum, porque luego de largas y dolorosas torturas se habían negado a retractarse de sus posturas religiosas. Era el tiempo de la Reforma, donde luteranos, reformados y católicos luchaban entre sí, y los anabaptistas eran perseguidos por todos ellos.

Lo fuerte de ese acontecimiento (al menos para los protestantes) era que los verdugos y torturadores no eran católicos, sino los “Mendigos del Mar”, calvinistas holandeses que combatían por liberar a su país del yugo católico. El príncipe Guillermo de Orange, el cual debía mantener el orden de la guerra de independencia de los Países Bajos, había incluso prohibido por carta el asesinato de sacerdotes católicos, lo que poco les importó a los mendigos del mar. Ellos odiaban a estos diecinueve sacerdotes que se negaban con firmeza a retractarse de la transustanciación y la autoridad papal. Los mendigos del mar se comportaron como bestias con sus adversarios religiosos.

Les gusta a los historiadores protestantes señalar las vilezas de la iglesia católica, pero con el mismo afán esconden en secreto los esqueletos en sus armarios. En la lucha que entablaron los holandeses por la libertad, fueron sobre todo los políticos seculares y humanistas, como el mencionado Guillermo de Orange o los concejales burgueses, quienes intentaban apaciguar la violencia extrema, y en parte religiosa de sus compatriotas. Esto demuestra que la política no siempre es mala: incluso dice la Biblia que los gobiernos son puestos por Dios y cuentan con su favor para que lo vil del mundo no se propague de forma descontrolada. En esta ocasión, la República Holandesa, que se desarrolló con una relativa tolerancia religiosa, llegó a ser uno de los pocos países, sino el único, que luego de la Reforma no llevó a cabo cacerías de brujas motivadas por la religión o la superstición.

En la actualidad, algunos cristianos conservadores se disgustan y menean con rapidez su cabeza cuando los islamistas se disponen a la violencia, pero olvidan cómo tristemente todas las corrientes cristianas de todas partes realizaban crueldades en nombre de la cruz. El diablo no está interesado en las denominaciones o en el discurso religioso, sino que pretende arrastrar a toda persona que se guíe por la carne y no por el Espíritu.

El escritor ruso Fiódor Dostoyevski, quien había pasado muchos años en un campo de prisioneros en Siberia, observó que el mal no puede separarse en agrupaciones ideológicas, sino que su límite sobrepasa el corazón humano. Por otra parte, Macario el Grande notó que: “El corazón en sí mismo es un recipiente pequeño y, sin embargo, hay dragones, leones, animales venenosos y todos los tesoros de malicia en él. Hay caminos ásperos y desiguales, hay desfiladeros. Pero Dios también está en él, también están los ángeles, hay vida y está el reino, hay luz y los apóstoles están allí, están los tesoros de la gracia. Todo está allí”.

En otras palabras, podemos elegir qué gobierna nuestros corazones: el mal o la luz –por medio de la fe–. Me temo que es algo que los cristianos olvidamos hoy con demasiada frecuencia. Nos dividimos por corrientes políticas y condenamos a todos los que no comparten nuestras ideologías, en vez de alcanzar a quienes nos rodean […] la bondad y el amor de Dios nuestro Salvador” (Tit. 3:4). Esto es una realidad en Estados Unidos: muchos cristianos se separan en grupos protrumpistas o antitrumpistas, y discuten fuerte y apasionadamente sobre el tema, olvidando mientras tanto su verdadero lugar en Cristo.

Después de todo, nuestro reino no es de este mundo. No es nuestra tarea levantar aquí un imperio evangélico, católico, ortodoxo, reformado o luterano, sino que la luz de Cristo brille por medio de nosotros. Y eso es algo muy diferente.

Sí, Dios ha dado la espada a las autoridades (Romanos 13), pero no nos ha dado a nosotros la autoridad para “tomarla prestada”, mover el brazo que la sostiene o manipular la cabeza que la dirige. Nuestra ley más importante es el Sermón del Monte, ya que nuestro reino y nuestra ciudadanía están en el cielo.

La manera en la que podemos practicar esta verdad es revelada por muchos de los padres de la iglesia y también –por controvertidos que puedan ser– los anabaptistas. Máximo el Confesor, por ejemplo, se opuso en el siglo vii a las herejías de la iglesia en el Imperio bizantino, no reuniendo a sus hermanos monjes para sublevarse de manera violenta, sino con serenidad y bondad, defendiendo con firmeza la verdad, al punto de estar dispuesto a morir por ella sin llevarse a otros a la muerte. Siglos más tarde, los anabaptistas se negaron a tomar las armas para propagar su postura de fe, prefiriendo la muerte antes de hacer daño a sus prójimos. Claramente, los “locos de Münster”, quienes pretendían establecer con violencia el reino de Dios en la tierra, fueron una excepción dentro de los anabaptistas. ¡Es revelador que los críticos siempre mencionen a los sectarios de Münster a la hora de criticar el movimiento anabaptista, sin acordarse de otras características representativas de esta corriente!

Uno de los ejemplos más famosos es Dirk Willems, un anabaptista de los Países Bajos que sufrió, junto a los demás rebautizadores –como se los llamaba con desprecio– las brutales persecuciones de la monarquía católica hispánica. Este predicador laico logró escapar de la cárcel, ubicada en una torre, luego de haber sido encarcelado y condenado a muerte. Mientras huía por un estanque congelado, un soldado se percató de ello y lo persiguió, pero el hielo debajo de sus pies se fracturó e hizo que comenzara a luchar por su vida.

¿Cómo reaccionó Willems? Bien podría haberlo considerado un milagro del cielo: Dios lo estaba liberando de su perseguidor, tal como había librado a Israel del ejército del faraón cuando el pueblo cruzaba el mar Rojo. Pero no, no pensaba esto, sino que conocía a su Señor y su amor. Willems regresó y salvó a su perseguidor, fue otra vez encarcelado y –a pesar del testimonio que el soldado interpuso a su favor– fue quemado en la hoguera el 16 de mayo de 1569 en Asperen, su ciudad natal.

Esta es la verdadera guerra cristiana, cuando nos sacrificamos a nosotros mismos para ser grato olor para Cristo (1 Corintios 2:15-16). Toda otra forma de guerra, violencia y presión política para imponer los intereses de la iglesia, aun en defensa de la doctrina cristiana, no proviene del Cordero de Dios, sino del gran dragón rojo con las siete cabezas y los diez cuernos, quien pretende destruirnos, sin importarle nuestras convicciones. Su violencia no puede ser vencida con más violencia, sino rompiendo este literal círculo diabólico, dejando que el amor de nuestro Señor hable a través de nosotros. Porque: “Las muchas aguas no podrán apagar el amor, ni lo ahogarán los ríos” (Cnt. 8:7).

René Malgo

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