Resultados de la resurrección de Cristo
17 abril, 2022Ojos como llama de fuego y pies semejantes al bronce bruñido
1 junio, 2022Todos tenemos deseos. De hecho, nacemos con deseos, que a veces nos sorprenden. Los deseos son motivaciones poderosas y el proceso de maduración y socialización incluye el desarrollo de nuestra capacidad para controlar nuestros deseos.
He observado con cariño el poder de los deseos en la vida de los niños pequeños. Ante órdenes “crueles” como «Vamos a lavarnos las manos para comer», suelen responder con un argumento que a sus ojos es irrefutable: “¡Pero no quiero lavarme las manos!” Para estos niños, a estas alturas, el hecho de que no sea mi deseo debería poner fin a cualquier discusión. Su razonamiento parece ser: «Al fin y al cabo, ¿no determinamos nuestra vida en función de lo que yo quiero?».
De hecho, muchos de nuestros deseos deben ser controlados. Esa es la base de la propia civilización. Muy a menudo, no hacemos lo que queremos, sino lo que debemos o lo que es necesario. Sin embargo, esto no resuelve la cuestión, porque nuestros deseos permanecen. Un deseo no desaparece simplemente porque no pueda o deba cumplirlo. Por el contrario, esos deseos suelen ser aún más intensos.
En el Nuevo Testamento, la palabra más utilizada para designar el deseo es «epithymía». Se traduce muy a menudo como «malos deseos». Por ejemplo, en el pasaje de Santiago 1: 14-15 «Todo lo contrario, cada uno es tentado cuando sus propios malos deseos lo arrastran y seducen. Luego, cuando el deseo ha concebido, engendra el pecado; y el pecado, una vez que ha sido consumado, da a luz la muerte.» (NVI). La versión de Reina Valera utiliza para “malos deseos” la expresión “propia concupiscencia”.
Fíjate que el pecado no es el deseo en sí, aunque el deseo puede estar mal dirigido (y por tanto pasa a ser un mal deseo). Sin embargo, este deseo mal dirigido es el que nos tienta, porque, en lugar de llevarlo a Dios para escuchar de Él cómo satisfacerlo, buscamos en nosotros mismos o en el mundo estrategias para satisfacerlo. En ese momento, es en ese momento que el deseo concibe el pecado.
En el ámbito de la sexualidad, el deseo de satisfacción sexual no es un pecado. De hecho, incluso cuando un cristiano se siente atraído sexualmente por otra persona no constituye un pecado. Sin embargo, ¡tenga cuidado! Porque este deseo está «preñado» de pecado y puede engendrarlo en nuestro corazón. Jesús enseñó sobre esto en el famoso pasaje de Mateo 5:27-28: «Oísteis que fue dicho: «No cometerás adulterio». Pero yo os digo que cualquiera que mira a una mujer para codiciarla, ya adulteró con ella en su corazón”.
La diferencia entre el deseo sexual natural y el deseo pecaminoso está en la intención de la mirada. Nuestro cuerpo fue creado por Dios con mecanismos de atracción sexual. Sin embargo, también fuimos creados con la responsabilidad de tomar decisiones. Esta responsabilidad se vio profundamente afectada por la caída, cuando decidimos que nosotros seríamos el criterio del bien y del mal. Así que, además de la responsabilidad de decidir, también tenemos que decidir cuáles son nuestros criterios de decisión.
Hay un discurso de Dios a Caín que refleja bien esta responsabilidad de resistir al pecado. En Génesis 4:6-7 leemos “Entonces el Señor le dijo: «¿Por qué estás tan enojado? ¿Por qué andas cabizbajo? Si hicieras lo bueno, podrías andar con la frente en alto. Pero, si haces lo malo, el pecado te acecha, como una fiera lista para atraparte. No obstante, tú puedes dominarlo».” (NVI).
El pecado (el deseo que busca revelarse contra Dios) no sólo busca sino que tiene el poder de abrumarnos y es nuestra responsabilidad dominarlo.
Sin embargo, la verdad es que somos impotentes para librarnos del pecado. Por eso la verdad y las promesas del Evangelio son tan deliciosas. Pablo escribe en Romanos 6:22: «Mas ahora que habéis sido libertados del pecado y hechos siervos de Dios, tenéis por vuestro fruto la santificación, y como fin, la vida eterna«.
¿Cuándo se convierte el deseo en pecado? En el momento en que dirijo mi deseo a cualquier otra solución que no sea la de Dios. De hecho, el problema no es mi deseo, sino cómo lo conduzco, en qué dirección camino para satisfacerlo.
Mi oración es que, impulsados por la creencia en la soberanía, la bondad y el amor de Dios, éste se convierta en el objetivo de todos nuestros deseos. Que cada uno de nosotros siga la verdad tan bien expresada por David en el Salmo 37.4: «Deléitate asimismo en Jehová, y él te concederá las peticiones de tu corazón.»
Primeramente publicado en Chamada.com.br