¿Qué nos dice Martín Lutero hoy en día?

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Banner_Reforma_04Redescubriendo la justificación

(1ª parte)

 
Ciertas imágenes de Lutero se nos han inculcado profundamente. Con toda seguridad recordamos las tesis colocadas en la Iglesia del Castillo de Wittenberg, Alemania, el 31 de octubre 1517. Quizás veamos a Lutero como un hombre valiente, que estuvo delante del emperador en el parlamento, en Augsburgo, en 1521, con un testimonio: “Aquí estoy. No puedo hacerlo de otra manera.”

– Posiblemente lo veamos como el gran teólogo y traductor de la Biblia. Como el que, solitario en la fortaleza de Wartburg, tradujo el Nuevo Testamento completo del griego en sólo seis semanas. Quizás lo veamos también como el padre de familia que vivía en el monasterio de los agustinos, con su esposa Käthe, sus seis hijos, y una cantidad de empleados, amigos y estudiantes.
Todas estas imágenes son correctas. No obstante, hay una cosa que no debemos olvidar. Quien se acerca a Lutero no sólo se encuentra con un gran teólogo, reformador de la iglesia y apasionado luchador, también se encuentra con un hombre desesperado, a menudo depresivo y, prácticamente siempre, atacado. Sin este lado interno no es posible comprender a Lutero y su obra.
Lutero sufrió toda su vida terribles pruebas. Le atormentaba la pregunta de la elección propia y la seguridad de la salvación.
Alguien que lo apoyaba en esas pruebas era Johann Staupitz, un monje agustino y al mismo tiempo profesor de teología quien, después de haber estado en diversos lugares, en el año1502 fue llamado a Wittenberg. Cuando Lutero inició sus estudios en Wittenberg, en el año 1508, se sentaba a los pies de Staupitz y escuchaba sus conferencias bíblicas. Staupitz fue un padre espiritual para Lutero, ante el cual podía confesarse. Staupitz le presentó a Lutero al Dios misericordioso, diciéndole que se refugiara en las heridas de Cristo.
Lo que Staupitz le decía en la consejería, Lutero muy pronto lo encontró también en las Escrituras. Fue la carta a los romanos lo que le abrió los ojos. Allí dice, en el capítulo 1, versículo 17: “La justicia de Dios se revela por fe y para fe.” Inflexible, Lutero quería saber lo que significaba “justicia”. En la tradición en que se había criado, se entendía, bajo ese término, la justicia del juez del mundo, Cristo, que Él le adjudica a los seres humanos en base a sus buenas obras. Según esta “iustitia distributiva”, Dios repartía Su justicia a los humanos, según la medida de sus obras.
Escuchemos el “oh” de Lutero:
“Aún cuando yo, como monje, vivía de manera intachable, me sentía pecador delante de Dios, y mi conciencia me atormentaba. Y como no podía confiar en apaciguar a Dios por medio de suficientes obras, tampoco Lo amaba, es más, incluso tenía una aversión contra el Dios justo, castigador de los pecadores… De este modo, yo rabiaba salvajemente y, con la conciencia confundida, invocaba irrespetuosamente este pasaje de Pablo (Ro 1:17). Tenía una sed ardiente de saber lo que Pablo quería decir. Fue ahí que Dios se apiadó de mí.”
En el camino de un exhaustivo estudio bíblico, Dios le dio una nueva comprensión de justicia. Mirando en retrospectiva a su experiencia, escribió: “Ahí me sentí totalmente nacido de nuevo, y a través de puertas abiertas entré al mismo paraíso. Fue allí que la Escritura me mostró un rostro totalmente diferente. Luego repasé la Escritura, lo que tenía en la memoria, y encontré lo mismo también con otras palabras, por ej.: las obras de Dios significa, la obra que Dios produce dentro de mí… Con el mismo gran odio con que yo antes odiaba las palabras ‘justicia de Dios’, con el mismo gran amor, ahora, levantaba en alto estas palabras como las más queridas. Fue así como este pasaje de Pablo, de hecho, llegó a ser para mí la puerta del paraíso.”
Lutero había descubierto a un Dios justificador. Muy pronto este descubrimiento invadió su vida entera, sus escritos teológicos, su predicación, y también su consejería pastoral.
Uno de mis profesores de teología, Oswald Bayer, profesor de ética, en Tübingen, solía decir: “La teología es como comer espaguetis. Cuando se pincha en un lugar con el tenedor, todo lo demás cuelga de allí.” Con esta comparación, Bayer pensaba en la doctrina de la justificación. Ésta no puede ser aislada de otros temas teológicos. Para la comprensión de la creación es igualmente central que para la doctrina sobre el ser humano. Sin el artículo de la justificación no se pueden responder adecuadamente las preguntas sobre las “últimas cosas”, las preguntas sobre el juicio, o sea la redención o condenación del ser humano. Después de todo, la justificación es fundamental para la consejería, la predicación y la educación. El artículo de la justificación es el centro de la teología reformatoria, de la cual depende todo lo demás. Lutero no se cansaba de inculcar esto a sus estudiantes, futuros consejeros o predicadores de la Palabra de Dios.

¿Cuál es el corazón de la doctrina de la justificación? Lutero dice al respecto:
“El dogma de la justificación es eminencia y príncipe, señor, conductor y juez, sobre todo tipo de doctrina. Este dogma sostiene y dirige toda doctrina eclesiástica y eleva nuestra conciencia delante de Dios. Sin él, el mundo es totalmente muerte y oscuridad.” Este dogma de la justificación es el alma de la iglesia. Es el alma de mi redención, mi vida, y mi muerte. Y en las próximas dos partes de este artículo, veremos hasta dónde esta doctrina está íntimamente ligada a nuestra vida diaria.
En términos generales, en el caso de la justificación se trata de poder comprender al ser humano como el que recibe. El ser humano es dependiente y necesitado. Dios, sin embargo, regala y da. Ésa es la clave. Desde este punto arquimédico, se puede desquiciar al mundo entero.
Quiero poner un ejemplo:
Durante un congreso de pastores, en una pequeña ciudad de Suabia, Alemania, caminaba yo con un colega por un mercado. Las calles estaban llenas de puestos de venta, tenduchas y mesas de exposición. En una de las mesas había hermosos trabajos de cerámica artesanales. De en medio del gentío observé como un muchacho, de unos diez años de edad, levantaba uno de esos floreros, y al hacerlo éste se le soltó de las manos, cayó al suelo y se hizo añicos. Inmediatamente llegó el vendedor, muy agitado, para regañarlo. El niño balbuceaba desorientado. No lo había hecho a propósito. Ésa era su justificación. Pero, el vendedor insistió en la indemnización de su mercancía. Sin embargo, el muchacho, aparentemente, no traía dinero y no podía pagar. Mi colega también había observado esta corta escena. Espontáneamente, se acercó al vendedor, le puso un billete de veinte euros en la mano, y le dijo que así el asunto quedaba arreglado. Que dejara en paz al muchacho. Sorprendido de este cambio inesperado, el chico se alejó alegre y agradecido.
Justamente eso es lo que la Biblia entiende bajo justificación: en una situación en la que yo no me puedo justificar a mí mismo, otro lo hace por mí. Él se hace cargo de mi deuda, y así me ayuda a salir de una situación tan inesperada como inmerecida. Como pocos, Lutero comprendió esta conexión profundamente pastoral. Dios justifica al ser humano necesitado, que se encuentra en un enredo sin salida. Dios hace esto gratuitamente “por causa de Cristo a través de la fe”, en latín: propter christum per fidem. Eso lo dice todo. Porque Jesucristo pagó y lo acepto por la fe, soy justificado. Dios es el sujeto de la justificación. Yo, como ser humano, recibo la misma.

Dr. Rolf Sons
Teólogo y pastor alemán de la iglesia de Flein, Alemania. De 2009 hasta 2016 fue rector de la Casa Albrecht-Bengel. Es docente, conferencista y autor de varios libros. Su tema principal es Martín Lutero como consejero.

1 Comment

  1. Marco Vinicio González Matus dice:

    Bendiciones desde Guatemala!

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