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Título: La hora  de Su Gloria

Autor: Wim Malgo
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Estimado amigo, Jesús tenía un deseo vehemente que era completar, en la cruz, la obra del Padre destinada para la salvación de los seres humanos. En Juan 12 le escuchamos decir: “Ha llegado la hora para que el Hijo del Hombre sea glorificado… Ahora está turbada mi alma. ¿Qué diré: Padre, sálvame de esta hora? ¡Al contrario, para esto he llegado a esta hora! Padre, glorifica tu nombre. Entonces vino una voz del cielo: ¡Ya lo he glorificado y lo glorificaré otra vez! La multitud que estaba presente y escuchó, decía que había sido un trueno. Otros decían: ¡Un ángel le ha hablado! Jesús respondió y dijo: No ha venido esta voz por causa mía, sino por causa vuestra. Ahora es el juicio de este mundo. Ahora será echado fuera el príncipe de este mundo.” (Jn. 12:23, 27-31).

Leemos en la historia de la pasión, que maltrataron mucho al Señor de la gloria durante Su condena: “…le escupieron en la cara y le dieron de puñetazos, y otros le dieron bofetadas, diciendo: ¡Tú, Mesías! ¿No eres profeta? Dínos, ¿quien es el que te golpeó?” (Mt. 26:67-68). Las manos de los seres humanos creados por El, lo golpeaban. Si bien sin El nadie puede levantar la mano, porque “En las manos de Dios está la vida de todo viviente” (Job 12:10), el Hijo de Dios permitió que las manos de los soldados romanos lo clavaran en la cruz — por nosotros. Le quitaron el suelo de debajo de sus pies y lo levantaron en la cruz. Allí El colgó entre cielo y tierra. A Jesús verdaderamente no le quedaba más nada, tal como fuera profetizado siglos antes: “Después de las sesenta y dos semanas (= semanas años), el Mesías será quitado y no tendrá nada” (Dn. 9:26). Jesús en la cruz no podía levantar sus brazos hacia arriba, pero El abrazó al mundo entero. El estaba tan abandonado que gritó: “¡Eloi, Eloi! ¿Lama sabactani? que traducido quiere decir: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” (Mr. 15:34). Era el Hijo de Dios, el Creador, quien gritaba. Aquí gritaba Aquel, sin el cual nadie vive, sin el cual nadie puede existir. De El está escrito: “Si El se propusiera en su corazón y retirara Su espíritu y Su aliento, toda carne perecería juntamente, y el hombre volvería al polvo” (Job 34:14-15).

Jesucristo, sin embargo, fue impulsado por Su amor al Padre y a nosotros, los seres humanos. Fue por eso que el Señor de la gloria, dócilmente, dejó que hicieran con El lo que quisieran y lo crucificaran. Era justamente en esto que estaba Su triunfo, para poder echar al diablo de este mundo y para atraer a los seres humanos a Sí mismo en este enaltecimiento en la cruz y para glorificar al Padre. Si queremos al Señor de la gloria, debemos ir a esa cruz. ¡Quién no tiene a Jesucristo, pierde todo!

La gloria de Su resurrección

En la infinita profundidad de Su pasión, de Su sufrimiento y de Su muerte en la cruz se encuentra la ilimitada altura de Su gloria. Filipenses 2:8-9 dice: “Se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte, ¡y muerte de cruz! Por lo cual también Dios lo exaltó hasta lo sumo y le otorgó el nombre que es sobre todo nombre.” La muerte no pudo retener a Jesucristo. El la venció. ¡Llegó la mañana de la Pascua!

Su resurrección es el triunfo de Su gloria. A los discípulos de Emaús, El les dijo: “¿No era necesario que el Cristo padeciese estas cosas y que entrara en su gloria?” (Lc. 24:26). Su resurrección es la hora de Su gloria. ¡Qué triunfo, qué fruto! La resurrección de Jesucristo es la respuesta de Dios a toda sublevación, a todo juicio, a toda regencia y a toda burla de los seres humanos. Pero también es el consuelo de todos aquellos que creen en El. El triunfo de la resurrección y ascensión de Jesucristo desemboca en la hora de Su regreso. En el Monte de la Transfiguración, cuando Moisés y Elías hablaban con Jesús sobre el final de Su tiempo en Jerusalén, los discípulos veían un pronóstico profético de Su gloria y de Su segunda venida. Refiriéndose a esto, Pedro escribe: “Porque os hemos dado a conocer el poder y la venida de nuestro Señor Jesucristo, no siguiendo fábulas artificiosas, sino porque fuimos testigos oculares de su majestad. Porque al recibir de parte de Dios Padre honra y gloria, desde la grandiosa gloria le fue dirigida una voz: Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia. Y nosotros oímos esta voz dirigida desde el cielo cuando estábamos con él en el monte santo” (2 P. 1:16-18).

De acuerdo a Tito 2:13, la Iglesia espera la aparición en gloria de Jesucristo. El triunfo de la resurrección y de la gloria de Jesús consiste en que Su Iglesia, en el Espíritu, ya fue llevada a Su gloria y la comparte con El. Pues Dios “… juntamente con Cristo Jesús, nos resucitó y nos hizo sentar en los lugares celestiales” (Ef. 2:6). Y en Filipenses 3:20-21 está escrito: “Porque nuestra ciudadanía está en los cielos, de donde también esperamos ardientemente al Salvador, el Señor Jesucristo. El transformará nuestro cuerpo de humillación para que tenga la misma forma de su cuerpo de gloria, según la operación de su poder, para sujetar también a sí mismo todas las cosas.” Lo maravilloso es que la gran ciudad celestial de Jerusalén, el hogar de los salvados: “… no tiene necesidad de sol ni de luna, para que resplandezcan en ella; porque la gloria de Dios la ilumina, y el Cordero es su lámpara” (Ap. 21:23).

El triunfo de la resurrección y de la gloria de Jesucristo también consiste en que glorifiquemos Su nombre aquí en la tierra por medio de nuestra manera de vivir. Pero debemos preguntarnos: ¿Estamos siquiera en condiciones de hacer eso si no tenemos ningún deseo de hacer Su voluntad; si no vivimos para Su gloria porque no queremos desistir de las “glorias” de este mundo? ¿Quién de nosotros todavía tiene el valor de orar como lo hizo Jim Elliot? El escribió en su diario: 

“Padre, permíteme ser débil para que pierda la fuerza de aferrarme a las cosas terrenales: mi vida, mi reputación, mis pertenencias. — Señor, quita de mí la tendencia de mi Mano de tomar y retener. Oh, Padre, que se aparte de mí aun el anhelo de acariciar todas estas cosas.”

Esta actitud también la tenía Juan el Bautista. El dijo con respecto al Señor Jesús: “Es necesario que él crezca pero que yo mengüe” (Juan 3:30). En una traducción judía dice así: “El tiene que llegar a ser más importante y yo menos importante”.

¿Seremos capaces de glorificar Su nombre aquí en la tierra, por medio de nuestra vida, si no estamos dispuestos a andar por el camino de la muerte y a considerarnos crucificados con El? ¡Seguramente no! Pues si nos aferramos al pecado y no vivimos según la determinación divina entonces vivimos fuera de Su gloria. Jesús dijo: “En esto es glorificado mi Padre, en que llevéis mucho fruto (amor)… Yo os elegí a vosotros, y os he puesto (determinación) para que vayáis y llevéis fruto, y vuestro fruto permanezca” (Juan 15:8,16). En el andar está el fruto. Esto significa obedecerle y dejar, en primer lugar, todo lo que nos impida andar. Si usted no se afierra a Jesús, como su porción más gloriosa, nunca llegará hasta Su gloria. Pero el que, como Moisés en aquel entonces, ora con todo el anhelo de su corazón: “Señor, permíteme ver tu gloria”, también experimentará su maravillosa promesa: “Yo quiero – en Mi Hijo Jesús – hacer pasar ante tu rostro toda mi bondad”. O para decirlo como Romanos 8:32: “El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará con El también todas las cosas?”.

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