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Título: La hora  de Su Gloria

Autor: Wim Malgo
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Hoy, para empezar, les leo del evangelio según San Juan, capítulo 12, versículos 23 y 28: 

“Y Jesús les respondió diciendo: — Ha llegado la hora para que el Hijo del Hombre sea glorificado… Padre, glorifica tu nombre. Entonces vino una voz del cielo: ¡Ya lo he glorificado y lo glorificaré otra vez!”

¿Por qué será que el Padre celestial habla aquí de una doble glorificación de Su nombre por medio del Hijo: “Ya lo he glorificado y lo glorificaré otra vez”? Sencillamente porque el Señor Jesús debía glorificar al Padre dos veces, es decir la primera vez por medio de Su vida, al venir El a este mundo; y la segunda vez por Su muerte en la cruz y Su resurrección.

Cuando hablamos de la hora de la gloria de Jesucristo, entonces se trata de: 

– La gloria de Su vida,

– la gloria de Su sufrimiento,

– la gloria de Su resurrección.

Primero entonces: La gloria de Su vida

Cuando usted escucha este mensaje estaremos en el año 2 mil y algo, después de Cristo (no: después de Buda, de Mahoma, de Confucio, de Augusto, de César, de Napoleón, de Gandhi, de Marx o de Lenin). Ningún ser humano ha dejado más huellas en este mundo que la vida del Señor Jesucristo. Toda Su vida, su existencia, no tenía sino una meta: “¡Padre, glorifica tu nombre!” Y el Padre podía decir: “Ya lo he glorificado”. En el caso de este deseo, el objeto de la meta era la humanidad de esta tierra, es decir cada ser humano en forma individual. El Eterno piensa en usted muy personalmente. Nosotros — usted y yo — nunca le hemos sido indiferentes al Señor, porque El “quiere que todos los hombres sean salvos y que lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Ti.2:4). Por eso Dios nos envió a Su único y amado Hijo (Jn. 3:16).

La encarnación del Hijo de Dios.

El Hijo vino a este mundo para traernos a nosotros, míseros y perdidos seres humanos, cargados de pecados, la gloria de Dios, para hacerla accesible a nosotros y para introducirnos a esa gloria. ¿De qué tipo de gloria se habla aquí? Jesucristo mismo contestó esa pregunta en la oración sacerdotal, cuando dijo: “Ahora pues, Padre, glorifícame tú en tu misma presencia, con la gloria que yo tenía en tu presencia antes que existiera el mundo” (Jn. 17:5).

En Su propia persona Jesús nos trajo la gloria de Dios, gloria que ningún ser humano puede soportar, y que El ya poseía con el Padre antes de la fundación del mundo. Es la gloria por la cual ya Moisés oraba fervorosamente: “Entonces Moisés dijo: — Por favor, muéstrame tu gloria” (Ex. 33:18). A eso, Dios tuvo que contestarle: “Yo haré pasar toda mi bondad delante de ti…No podrás ver mi rostro, porque ningún hombre me verá y quedará vivo…Sucederá que cuando pase mi gloria, yo te pondré en una hendidura de la peña y te cubriré con mi mano hasta que yo haya pasado. Después apartaré mi mano, y verás mis espaldas. Pero mi rostro no será visto” (Ex. 33:19-20, 22-23). Eso ya era una indicación profética de Jesucristo, quien vendría a esta tierra como misericordiosa mano de Dios en persona. Esto se hizo realidad 1500 años después: “Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y contemplamos su gloria, como la gloria del unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad” (Jn. 1:14).

Esta es la misma gloria del Eterno delante de la cual se quebrantara Isaías, cuando en una visión divina vio tan solamente el borde de Sus vestiduras en el templo. Fue ahí donde este gran profeta llegó a reconocer toda la transitoriedad de sí mismo y la de su pueblo. El vio su impureza y sus labios impuros y dijo: “¡Ay de mí, pues soy muerto! Porque… mis ojos han visto al Rey, a Jehová de los Ejércitos” (Is. 6:5).

Isaías era un profeta llamado y consagrado, pero cuando él vio al Señor en Su gloria, este hombre se deshizo de miedo. ¿Alguna vez tuvo usted miedo de Dios? Usted debería saber esto: para todo ser humano que no tiene a Jesús valen estas palabras: “¡Horrenda cosa es caer en las manos del Dios vivo!” (He. 10:31), porque El “es fuego consumidor” (He. 12:29). He aquí un ejemplo antiguotestamentario al respecto: Cuando David quiso llevar el arca del pacto de Kirjat-Jearim a Jerusalén, dice: “Luego colocaron el arca de Dios sobre una carreta nueva, y se la llevaron de la casa de Abinadab. Uza y Ajío guiaban la carreta” (1 Cr. 13:7). Esto no era, de modo alguno, la manera de transporte ordenada por Dios. Tendrían que haber usado varas portadoras (vea Ex. 37:1-5). Era por eso que la bendición del Eterno no podía posar sobre esta empresa. Cuando luego los vacunos tropezaron, poco antes de llegar al destino, y el arca del pacto estuvo en peligro de caer del carro y Usa estiró la mano para evitarlo, leemos: “Entonces el furor de Jehová se encendió contra Usa, y lo hirió porque había extendido su mano al arca. Y murió allí, delante de Dios” (1 Cr. 13:10). Usa tuvo que morir porque el arca del pacto solamente podía ser portada con varas y no podía ser tocada: “…no tocarán ninguna cosa sagrada, no sea que mueran…” (Nm. 4:15).

A causa de la repentina muerte de Usa “David se disgustó (por espanto)” (1 Cr. 13:11), y él “tuvo temor de Dios” (1 Cr. 13:12). Isaías, aquella vez, había visto esta santidad y gloria de la cuales Juan escribe, más adelante, lo siguiente: “Estas cosas dijo Isaías porque vio su gloria y habló acerca de El” (Jn. 12:41).

Vuelvo a decirlo: Jesús ya tenía esta gloria antes de la fundación del mundo. Esta gloria llenaba también el primer templo cuando éste fue inaugurado, por lo cual los sacerdotes fueron incapaces de realizar sus servicios: “…entonces la casa se llenó con una nube, la casa de Jehová. Y los sacerdotes no pudieron continuar sirviendo por causa de la nube, porque la gloria de Jehová había llenado la casa de Dios” (2 Cr. 5:13b-14).

Siglos más tarde apareció esta gloria en el Hijo de Dios hecho hombre.

¿Quienes somos, entonces, nosotros, los seres humanos? Perdidos, traicionados y vendidos, entregados al pecado, desesperados y sin esperanza. Nunca podríamos haber aguantado la gloria del Señor — si no hubiera intervenido Dios mismo. ¡Pero El lo hizo! Porque cuando se hubo cumplido el tiempo, Dios envió a Su Hijo, para así hacer accesible a nosotros esta gloria inaccesible. De cuando El se hizo hombre, dice así: “Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y contemplamos su gloria (texto original: Shekiná), como gloria del unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad” (Jn. 1:14). De este modo Dios, en Jesús, se convirtió en ser humano. El vino a nosotros, porque nosotros no podíamos ir a El. Jesucristo es la Shekiná del Antiguo Testamento, que Moisés tanto quería ver. Esa gloria, delante de la cual nadie puede existir, la gloria de Dios, nos fue traída en la completa encarnación de Jesús: “Sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, haciéndose semejante a los hombres; y hallándose en condición de hombre” (Fil. 2:7). ¿Alguna vez, en una hora de tranquilidad, se puso a pensar lo que Dios hizo, en Jesucristo, por usted? Si lo hizo, ¡entonces usted ya no puede dudar de Su amor!

El Padre glorifica Su nombre a través de la vida de Su Hijo

Jesús en toda Su vida terrenal expresaba la “doxa” (griego) del Padre, es decir la gloria de todo lo que el Padre es y tiene. Él, por medio de Su total obediencia, hizo todo aquello que Su Padre quería. El acercó a nosotros todo lo bueno de Dios: Su amor, Su voluntad salvadora, Su misericordia.

Lo acercó también para ti, estimado amigo, ¿ya lo has aceptado esta grande amor de Dios, su misericordia y su voluntad salvadora? Que así sea, amen.

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