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El Difícil Mensaje del Profeta 
(4ª parte)

Autor: Marcel Malgo

  El mensaje de los profetas no siempre es fácil de leer. Predicaban, según el caso, la gracia para los creyentes en Dios, o el juicio para los incrédulos. No obstante había una gran diferencia: el pueblo de Dios recibía el mensaje de juicio porque se había apartado, las naciones lo recibían porque habían despreciado a Dios.


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PE1956 – Estudio Bíblico
El Difícil Mensaje del Profeta (4ª parte)



Estimados amigos oyentes, la gran responsabilidad que tenían los príncipes del pueblo en la época de Miqueas, también la tenemos los creyentes del nuevo pacto. ¡Porque usted y yo, todos nosotros, somos príncipes y sacerdotes! Apocalipsis 1:6, explica que Jesucristo nos ha hecho reyes delante de Dios, Su Padre. Pedro nos llama “linaje escogido, real sacerdocio” (en 1 P. 2:9). En la eternidad reinaremos como reyes (según Ap. 22:5), y este alto llamado ya lo llevamos dentro nuestro. Como creyentes, hemos sido hechos sacerdotes en Jesucristo. Nuestro servicio sacerdotal neotestamentario consiste en que cada uno de nosotros se entregue totalmente al Señor, se dé a sí mismo como sacrificio a Dios. Y, como iglesia, tenemos la tarea sacerdotal de proclamar la luz de Dios a un mundo perdido.

¿Es usted consciente de su servicio sacerdotal real? Su responsabilidad no es en nada menor que la de los príncipes y sacerdotes del tiempo del profeta Miqueas. El Señor Jesús explica, en Lc. 12:48, que: “a todo aquel a quien se haya dado mucho, mucho se le demandará; y al que mucho se le haya confiado, más se le pedirá”. Por eso, deberíamos cuidarnos de no oprimir, mentir y pecar como los líderes de aquel tiempo, mencionados en Miqueas 3. Más bien, deberíamos tomar en serio lo que explica Pablo en 1 Co. 3:17: “Si alguno destruyere el templo de Dios, Dios le destruirá a él; porque el templo de Dios, el cual sois vosotros, santo es”. Aquí, en un solo versículo, se describe toda la responsabilidad que tenemos nosotros como siervos del nuevo pacto.

Veamos ahora que pasaba con:El corazón de Miqueas.Contrariamente a los líderes del pueblo, Miqueas se daba cuenta de su responsabilidad. En el capítulo 3:8 dijo de sí mismo: “Mas yo estoy lleno de poder del Espíritu de Jehová, y de juicio y de fuerza, para denunciar a Jacob su rebelión, y a Israel su pecado”. ¿No era un poco arrogante este testimonio que Miqueas daba de sí mismo? ¡De ninguna manera! Era una alabanza, un glorificar al Señor en el sentir de Jeremías 9:22 y 23. Él quería mostrar que había un Dios fuerte que le daba fuerza, valor y fortaleza.

En el versículo 7, Miqueas habla de que ya no habría más Palabra de Dios por los pecados de los profetas incrédulos. Y en el versículo 9, él tuvo que reprender a los príncipes de la casa de Jacob, porque ellos pervertían la justicia. Pero, justo en medio de esos dos versículos, en el versículo 8, encontramos su exclamación de victoria. A pesar de toda la miseria, Miqueas proclamó que él conocía a un Dios grande. Del mismo modo, nosotros tampoco deberíamos quejarnos con los que se quejan, ni entonar un lamento en vista de las condiciones de esta tierra, sino que más bien deberíamos glorificar y alabar el poder y la majestad de nuestro gran Dios.

A pesar de todo, las palabras que Miqueas proclama que, en parte, son de duro juicio, también lo afectan a él personalmente. Es más, lo perturban de tal modo, que comienza a lamentar en voz alta. Por eso, explica en el capítulo 1, vers. 8: “Por esto lamentaré y aullaré, y andaré despojado y desnudo; haré aullido como de chacales, y lamento como de avestruces”.

¿No era exagerado este modo de actuar, esta expresión de tristeza? El hecho era que Miqueas debía anunciar cosas espantosas y terribles. La floreciente ciudad de Samaria, por ejemplo, se convertiría en un montón de piedras (como dice Mi. 1:6). Esta profecía se cumplió literalmente en el año 722 a.C. Miqueas sabía exactamente lo que sucedería, de modo que no es de asombrarse que él llorara, y buscara palabras para poder describir todo el espanto de la futura invasión enemiga.

En Miqueas 1:10-15, el profeta usa diversos juegos de palabras para describir toda la miseria de la futura invasión. Para cada lugar que Miqueas nombraba, Hermann Menge dio una traducción literal. Esto nos muestra claramente lo que Miqueas quiso decir con sus juegos de palabras: lo triste que él estaba y cómo le oprimía la condición de su pueblo. Así leemos en el cap. 1, vers. 10 al 15: “No lo digáis en Gat, ni lloréis mucho; revuélcate en el polvo de Bet-le-afra. Pásate, oh morador de Safir, desnudo y con vergüenza; el morador de Zaanán no sale; el llanto de Betesel os quitará su apoyo. Porque los moradores de Marot anhelaron ansiosamente el bien; pues de parte de Jehová el mal había descendido hasta la puerta de Jerusalén. Uncid al carro bestias veloces, oh moradores de Laquis, que fuisteis principio de pecado a la hija de Sion; porque en vosotros se hallaron las rebeliones de Israel. Por tanto, vosotros daréis dones a Moreset-gat; las casas de Aczib serán para engaño a los reyes de Israel. Aun os traeré nuevo poseedor, oh moradores de Maresa; la flor de Israel huirá hasta Adulam”.

Miqueas se sentía totalmente abatido ante la violencia de esa enorme amenaza de castigo. Buscaba palabras, expresiones e imágenes para describir el juicio que se estaba acercando. Con esta actitud, el profeta era un ejemplo del profeta más grande de Israel, o sea de Jesucristo. Unos 800 años después de Miqueas, también nuestro Señor Jesucristo expresó palabras de juicio sobre Su ciudad, Jerusalén, porque ella Lo había desechado. También Él, al igual que Miqueas, luchaba para encontrar las palabras al expresar su profundo dolor. Así leemos en Lc. 13:34 y 35: “¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas, y apedreas a los que te son enviados! ¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos, como la gallina a sus polluelos debajo de sus alas, y no quisiste! He aquí, vuestra casa os es dejada desierta; y os digo que no me veréis, hasta que llegue el tiempo en que digáis: Bendito el que viene en nombre del Señor”. Más adelante, cuando el Salvador se acercaba nuevamente a Jerusalén, hasta lloró a causa de ella: “Y cuando llegó cerca de la ciudad, al verla, lloró sobre ella, diciendo lo que leemos en el cap. 19, vers. 41 al 43: ¡Oh, si también tú conocieses, a lo menos en este tu día, lo que es para tu paz! Mas ahora está encubierto de tus ojos. Porque vendrán días sobre ti, cuando tus enemigos te rodearán con vallado, y te sitiarán, y por todas partes te estrecharán”.

¿Cómo están las cosas con nosotros? Conocemos unas cuantas e inequívocas amenazas de disciplina que Dios proclamó, también para nuestro mundo actual. ¿Cómo tratamos con tales declaraciones del Señor que anuncian consecuencias graves? ¿Llegan a lo profundo de nuestro corazón? ¿Nos perturban una y otra vez? ¿Nos impulsan a orar? Necesitamos un corazón como el de Miqueas, quien tuvo que anunciar el juicio del Dios que ama, pero al mismo tiempo quedó profundamente perturbado y perplejo. Tomemos como ejemplo también a nuestro Señor Jesucristo, quien lloró por Su ciudad de Jerusalén, y de quien se dice también en Mr. 6:34: “Y salió Jesús y vio una gran multitud, y tuvo compasión de ellos, porque eran como ovejas que no tenían pastor”.

También hoy, Dios busca este tipo de corazones que lloran, corazones llenos de compasión. Ya en el Antiguo Testamento, en Ez. 22:30, Dios explicó – y también allí se trataba nuevamente de un juicio: “Y busqué entre ellos hombre que hiciese vallado y que se pusiese en la brecha delante de mí, a favor de la tierra, para que yo no la destruyese”.

¿Quiere dejarse llamar a esa tarea, dejando que Dios le dé un corazón que arda por los perdidos? Miqueas tenía un corazón de ese tipo, y eso caracterizaba a este hombre en forma especial.

 

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