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El deseo Inexpresado del Hombre

(4ª parte)

Autor: Wim Malgo

Veremos en este mensaje que Moisés articula su más profundo anhelo, que es, a su vez, el deseo inexpresado de cada ser humano. Este deseo del corazón del hombre atraviesa, como un hilo conductor, toda la historia de la humanidad.



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PE1755 – Estudio Bíblico
El deseo Inexpresado del Hombre (4ª parte)



Amigos, ¿cómo están? Qué gusto estar nuevamente junto a ustedes. Como dijimos, habíamos visto que: En el trato con Dios, se desarrolla una fe a la cual no le basta la dádiva, sino únicamente el dador, ya no le basta la bendición de la conducción, sino únicamente la dirección personal de Dios.

Por lo tanto, en Éxodo 33:15, vemos que Moisés responde:“… Si tu presencia no ha de ir conmigo, no nos saques de aquí”. ¡Porque lo que es capaz de salvar a un pueblo y de llevarlo a la meta prometida, no es sólo la bendición de la faz del Señor, sino el Señor mismo! Esto también vale para nosotros, amigo oyente: No es que te vaya bien, que seas bendecido y que tengas prosperidad, lo que te puede salvar, sino únicamente Dios mismo.

Y, entonces, vemos en Ex. 33:18, que ahora Moisés declara su anhelo, inexpresado hasta el momento:“…Te ruego que me muestres tu gloria”. Así sucedió también en la vida de Job. Él había perdido, en un solo día, a sus diez hijos y todos sus bienes, y su mujer se había apartado de él.

Y, además, él mismo estaba mortalmente enfermo. Entonces, llegaron sus amigos piadosos y lo aconsejaron con proverbios bíblicos, en vez de verdaderamente ayudarlo. Y allí, en su mayor calamidad y desesperación, él de pronto exclama:“Yo sé que mi Redentor vive, y al fin se levantará sobre el polvo; y después de deshecha esta mi piel, en mi carne he de ver a Dios”(así leemos en Job 19:25 y 26). Cuando exclamamos:“Te ruego que me muestres tu gloria.”Entonces, nuestro anhelo más profundo, nuestro deseo más escondido será satisfecho. Es entonces cuando en nuestro interior seremos plenamente dichosos y felices, cuando llegue el momento en que le veamos como Él es. Por eso, después de haber experimentado tantas oraciones contestadas, Moisés es tan audaz de pedir lo último y más sublime:“Te ruego que me muestres tu gloria.”

Pero, ¿cómo puede Moisés pedirle eso, si en el versículo 11 leemos:“Y hablaba Jehová a Moisés cara a cara, como habla cualquiera a su compañero”?Sí, es verdad, el Señor hablaba cara a cara con él, pero lo hacía por medio de la imagen del Ángel del Señor, y nunca directamente.

Sí Moisés hubiera visto directamente el rostro de Dios, tendría que haber muerto, porque el Señor dice en el versículo 20:“No podrás ver mi rostro; porque no me verá hombre, y vivirá.”Pero, Dios le muestra el camino por el cual ese deseo de Moisés podía ser satisfecho, y así leemos en Ex. 33:19 al 23:“Y le respondió: Yo haré pasar todo mi bien delante de tu rostro, y proclamaré el nombre de Jehová delante de ti; y tendré misericordia del que tendré misericordia, y seré clemente para con el que seré clemente. Dijo más: No podrás ver mi rostro; porque no me verá hombre, y vivirá. Y dijo aún Jehová: He aquí un lugar junto a mí, y tú estarás sobre la peña; y cuando pase mi gloria, yo te pondré en una hendidura de la peña, y te cubriré con mi mano hasta que haya pasado. Después apartaré mi mano, y verás mis espaldas; mas no se verá mi rostro”.Entre otras cosas, tenemos aquí una profecía directa de la boca de Dios, en cuanto a la Salvación, la cual fue cumplida en Jesucristo:“… yo te pondré en una hendidura de la peña, y te cubriré con mi mano hasta que haya pasado.”¿Quién era esa peña? Esto lo responde Pablo, inspirado por el Espíritu Santo, en 1 Corintios 10:4: “… porque bebían de la roca espiritual que los seguía, y la roca era Cristo.”

Hasta entonces, Moisés sólo había rogado que el Señor mismo subiera de allí en adelante con él y Su pueblo; y, a través de Su guía, poder reconocer al Señor. Sin embargo, ahora Moisés se atreve a pedir poder reconocer a Dios mismo primero, para después poder entender Su guía. Este anhelo sobrepasa en mucho a todas las experiencias tenidas hasta el momento. Pero éste es el actuar de Dios: preparar vasos de misericordia para poder llenarlos con un contenido superior: la plenitud divina. Pero como Dios no podía mostrar Su rostro a Moisés mientras éste estaba en carne y sangre, le obsequiaba una mirada de Su ser, de Su gloria.

Cuánto más el pueblo al pie del monte revelaba, e iba a revelar todavía, su versatilidad, testarudez y desaliento, tanto más Moisés debía conocer la verdadera figura de Dios, al Señor en toda la riqueza de Su bondad, a fin de tener aquella autoridad profética para poder servir al pueblo como intérprete de Dios. Por lo tanto, Dios le responde a Su siervo: “Yo haré pasar todo mi bien delante de tu rostro.” Solamente la persona que ve a Dios en la plenitud de Su bondad, es capaz de ver al ser humano en su caída más profunda, sin perder la esperanza de poder servirle como profeta.

Este diálogo entre Dios y Moisés tuvo lugar en el tabernáculo, en las afueras del campamento. Nosotros sabemos que todo aquel que quería preguntar algo al Señor debía salir al tabernáculo, en las afueras del campamento: “Y cualquiera que buscaba a Jehová, salía al tabernáculo de reunión que estaba fuera del campamento” (así leemos en Éx. 33:7). Aquellos del pueblo que se arrepentían, no sólo pasivamente, sino que “buscaban al Señor” activamente, tenían que dejar el campamento bajo la mirada de cientos de miles.

Para esa persona era imposible quedarse entre la “multitud de los creyentes”. Había que separarse de los demás, para buscar y encontrar al Señor en el tabernáculo de reunión, afuera del campamento. Es muy significativo que – salvo Moisés y otra única excepción – no se nos relata que nadie más haya seguido ese camino. Porque nadie sabía lo que Dios iba hacer. Él había dicho: “… Para que yo sepa lo que te he de hacer.” Esa única excepción era Josué: “… Pero el joven Josué hijo de Nun, su servidor, nunca se apartaba de en medio del tabernáculo” (nos dice Éx. 33:11). ¡Josué era el que, más tarde, llevaría a todo Israel a la tierra prometida, en la plenitud de Dios! Josué significa Jesúa. El señala hacia Aquél que nos mostró al Padre. Sólo Uno del pueblo, siglos más tarde, sufriría fuera del campamento: “Por lo cual también Jesús, para santificar al pueblo mediante su propia sangre, padeció fuera de la puerta” (nos dice Heb. 13:12). Jesucristo es nuestro Josué celestial.

En el trasfondo del andar de Moisés hacia el tabernáculo de reunión, de la venida de la columna de nube hacia el tabernáculo, de la estadía de Moisés en el mismo y de su retorno al campamento – se encuentra insinuada, rápidamente, la figura de Josué, quien se queda en el tabernáculo, y es el que verdaderamente introdujo a Israel en la tierra prometida.

Si comparamos ambos personajes, Moisés es una señal que indica hacia otro, del cual él dice al pueblo de Israel: “Profeta de en medio de ti, de tus hermanos, como yo, te levantará Jehová tu Dios” (así leemos en Dt. 18:15). Y, de aquí en adelante, es a éste al que señala como Redentor y Cumplidor, al que dice de sí mismo: “… ¿No sabíais que en los negocios de mi Padre me es necesario estar?” (como leemos en Lc. 2:49). Nosotros reconocemos a Josué, quien no se apartaba de en medio del tabernáculo, como una única y clara señal de Jesucristo, el cual no se dejó provocar, sino que persistió hasta llegar a la cruz. Él es el que nos muestra al Padre, como así lo dice en Jn. 14:9: “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre”. Lo que en el tiempo de Israel nadie hizo – a pesar de que les había sido dada la invitación, considerando que la reconciliación con Dios todavía no había sido hecha por medio de nuestro Salvador – nosotros sí somos exhortados a hacerlo, en obediencia a Hebreos 13:13, si es que queremos ver a Dios: “Salgamos, pues, a él, fuera del campamento, llevando su vituperio.” ¡Quiera Dios que también nosotros, así como Moisés, como Josué, nos refugiemos en Él, el fuerte Salvador, y que seamos progresivamente transformados a Su imagen! ¡Él viene – quién sabe cuán pronto – y, entonces, lo veremos tal como Él es!

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