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Título: Confianza a pesar de la culpa

Autor: Marcel Malgo
Nº PE1436

¡Vivimos en un tiempo turbulento! Amenazas de guerra, criminalidad creciente, altas tasas de desempleo y otras dificultades caracterizan nuestros días. Muchos son afligidos por problemas personales, como enfermedad, soledad, culpa, etc. El autor de este mensaje analiza algunas de esas dificultades, y sin menospreciarlas nos anima a confiar de manera total y completa en el Dios Todopoderoso.


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Retomamos hoy el mensaje «Confianza en el Dios Todopoderoso» abordando el tema: «Confianza a pesar de la Culpa». Comenzamos leyendo en Col. 2:14. Dice así:«Anulando el acta de los decretos que había contra nosotros, que nos era contraria, quitándola de en medio y clavándola en la cruz».

La cuenta que Jesucristo pagó por nosotros constituye la prueba material de nuestra gran deuda para con nuestro Dios y Creador. Pero, esta cuenta no nos llegó cuando pecamos por primera vez. Ella fue -por así decirlo- puesta en nuestras manos en el momento en que vinimos al mundo. Esto suena bastante duro, pero no es más que la pura verdad. Con respecto a esto, en el Salmo 51:5, David dice con relación a sí mismo:«He aquí, en maldad he sido formado, y en pecado me concibió mi madre». Este endeudamiento es tan alto que, aun si nos esforzásemos toda la vida, no podríamos pagarlo. El ejemplo que daremos a continuación puede ser muy ilustrativo: Muchos países hacen un cálculo en el cual reúnen todas las deudas públicas. Entonces, dicha deuda es dividida entre todos los habitantes del país. No se contabilizan sólo las personas adultas en esta estadística, sino que también se incluyen los niños y los bebés. Por eso, se habla de una deuda «per cápita», o deuda por cabeza. De esta manera, cada niño -por lo menos desde un punto de vista simbólico- carga sobre sí mismo una fracción de tal deuda desde el momento de su nacimiento. Sucede exactamente lo mismo con el pecado inicial del Edén. El pecado original de Adán y Eva representa esa «deuda pública» de todo el mundo, por consiguiente, cada ser humano que nace en este mundo trae sobre sí -aun antes de cometer su primer pecado- el peso de esta deuda. De esta manera, cada ser humano que no es salvo, carga consigo, y durante toda su vida, una deuda permanente: «Es esclavo del príncipe de este mundo». Podemos ver un ejemplo en una carta que se menciona en el libro de Ester.

En la misma, el malvado Amán hace referencia al pueblo judío, el cual estaba disperso por todas las provincias del reino de Asuero. En Ester 3:13 leemos:«Y fueron enviadas cartas por medio de correos a todas las provincias del rey, con la orden de destruir, matar y exterminar a todos los judíos, jóvenes y ancianos, niños y mujeres, en un mismo día, en el día trece del mes duodécimo, que es el mes de Adar, y de apoderarse de sus bienes». Podríamos definir esa misiva con un par de adjetivos: horrenda, desesperante y mortal. Así también es la deuda del ser humano. El acta de decretos contiene un mensaje mortal, del cual no se puede escapar. ¡El único camino viable es que alguien más fuerte y poderoso pague la deuda! ¡Y gracias sean dadas a Dios, pues esto también sucedió! Nuestro Padre celestial envió a Su Hijo – hecho carne- con el propósito de libertar a aquellos que – como dice Hebreos 2:15:«… por el temor de la muerte estaban toda la vida sujetos a servidumbre». ¡Nunca terminaremos de agradecerle al Señor tan inmensa obra de salvación!

¡Cuánta gracia y misericordia encierra el sacrificio libertador de Cristo, siendo suficiente para saldar la deuda que nos era contraria! Como simple ilustración de esta realidad, podemos todavía mencionar una carta más del libro de Ester: Una vez que el rey Asuero se enteró, por medio la reina, del siniestro plan de Amán, leemos en Ester 8: 9 al 11 que ordenó que una nueva carta fuera escrita:«Entonces fueron llamados los escribanos del rey… Y escribió en nombre del rey Asuero, y lo selló con el anillo del rey, y envió cartas por medio de correos montados en caballos veloces procedentes de los repastos reales; que el rey daba facultad a los judíos que estaban en todas las ciudades, para que se reuniesen y estuviesen a la defensa de su vida, prontos a destruir, y matar, y acabar con toda fuerza armada del pueblo o provincia que viniese contra ellos…». Si observamos su contenido, vemos que esta carta expresa exactamente lo contrario de la anterior. Mientras la primera hablaba del exterminio total de los judíos, la segunda pregonaba la gloriosa salvación de aquel pueblo. Lo mismo sucede con el acta de decretos contra nosotros y el recibo de la deuda pagada por Jesucristo al derramar Su sangre en nuestro favor. Ese documento pesaba en nuestra contra, con terribles y contundentes argumentos totalmente válidos. Pues, mientras no fuimos liberados con la preciosa sangre del Cordero, éramos -de hecho- personas cargadas de pesadas culpas. Estábamos aprisionados con las pesadas cadenas del pecado original y por los férreos cepos de nuestros propios pecados. ¡Nuestra fuerza era insuficiente para huir de tan dramática y terrible situación! La Biblia nos describe la misma en Romanos 3:12:«Todos se desviaron, a una se hicieron inútiles; no hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno»(esto podemos compararlo también con el Salmo 14:3). Y también Génesis 6:12 nos da luz sobre el tema:«Y miró Dios la tierra, y he aquí que estaba corrompida; porque toda carne había corrompido su camino sobre la tierra». Esta es la realidad del hombre sin Dios. Así, también, era la vida de cada creyente antes de alcanzar la liberación del pecado, por medio de la infinita e inefable gracia de nuestro amoroso Dios.

No teníamos chance alguna de vernos libres de aquella deuda pues, lamentablemente, ella correspondía a la verdad. ¡Fue entonces cuando intervino el gran amor del Padre, manifestado en su Hijo Jesucristo, brindándonos entera libertad! Encontramos una ilustración maravillosa en Tito 3:4 al 7:«Pero cuando se manifestó la bondad de Dios nuestro Salvador, y su amor para con los hombres, nos salvó, no por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino por su misericordia, por el lavamiento de la regeneración y por la renovación en el Espíritu Santo, el cual derramó en nosotros abundantemente por Jesucristo nuestro Salvador, para que justificados por su gracia, viniésemos a ser herederos conforme a la esperanza de la vida eterna». Con esto, se anuló la deuda quedando sin efecto y, en su lugar, quedó – hablando en sentido figurado- el documento que nos exime de culpa y que dice que nuestra deuda fue íntegramente pagada. Para firmar ese documento en nuestro lugar, se requirió pagar un alto precio. Así lo dice Pablo en 1 Co. 6:20:«Porque habéis sido comprados por precio…». Y un capítulo más adelante, en el 7:23, vuelve a repetir:«Por precio fuisteis comprados…». Da la sensación de que su intención era dejar bien grabado, en las mentes y corazones de los lectores, que habían sido comprados por un alto precio. Ya Pedro, en su primera carta, cap. 1, vers. 18 y 19, nos dice al respecto:«Sabiendo que fuisteis rescatados de vuestra vana manera de vivir, la cual recibisteis de vuestros padres, no con cosas corruptibles, como oro o plata, sino con la sangre preciosa de Cristo, como de un cordero sin mancha y sin contaminación». ¡Cuán inmensa fue la obra que realizó el Señor cuando pagó nuestra deuda y la clavó en la cruz! ¡No podemos más que tener un eterno agradecimiento hacia Él, por lo que hizo a nuestro favor!

Pero, ¿cómo podríamos demostrarle nuestra gratitud por Su gesto en el Calvario? Seguramente habría muchas formas de responder a esta pregunta, pero sólo una es la adecuada para nosotros. Ella constituye la esencia y el corazón de nuestro tema: Confianza en el Dios Todopoderoso a pesar de la culpa. Podemos expresar nuestra gratitud al Señor cuando confiamos totalmente en Él, creyendo de todo corazón en la obra que El consumó en la cruz en nuestro lugar, pagando así la deuda que nos pertenecía a nosotros. Es posible que usted piense: «¡Yo hago eso! ¡Creo que soy salvo y que esa obra de salvación nadie la puede destruir. Yo confío en eso. Sí, Señor, yo confío en Ti!» Pero, hay algo que siempre debemos tener presente: La sutil y hábil mano de Satanás, la cual busca permanentemente traernos a la memoria aquella antigua acta de decretos que nos era contraria. El pretende que -una vez más- usted se sienta lleno de culpa. Esto es algo muy triste, pues existen muchos hijos de Dios que -periódicamente- caen en profunda aflicción de espíritu, pensando en antiguas culpas y pecados que ya fueron perdonados. Tales personas no actúan así por propia voluntad, sino porque, una vez más, se han vuelto víctimas de una vieja artimaña de Satanás. Pues este archi-enemigo es un maestro en el arte de pretender cobrar cuentas ya saldadas. El lo hace de una manera muy sutil, pues conoce el mecanismo ideal para traer a nuestra memoria los pecados que ya nos fueron perdonados hace mucho tiempo atrás. Y lo hace de una manera tan real, que muchos hijos de Dios caen en esa trampa y son sumidos en una gran lucha interior. Cuando llegamos a este punto, se vuelve evidente que no hemos confiado totalmente en la obra de salvación llevada a cabo por Cristo en el Calvario, queda de manifiesto que ya no creemos que nuestra culpa fue quitada en la cruz. Si Satanás consigue este objetivo, entonces él propina con éxito un doble golpe: 

Primero: Logra desviar a un hijo de Dios del camino correcto.

Y segundo: Pisotea la honra del Cordero de Dios

Pero, ¡esto no debiera suceder! Por eso, debemos defendernos contra esa trampa, depositando nuestra total confianza en el Señor y en Su obra redentora. Debemos resistir a Satanás cuando se presente delante nuestro trayendo pecados que ya nos fueron perdonados, afirmando con decisión: ¡Esa culpa ha sido quitada por la sangre de Jesús, tú no tienes derecho a cobrármela nuevamente! ¿De qué manera podemos hacer esto? La respuesta es una sola: En ese momento, busque inmediatamente la proximidad de la cruz de Cristo, traiga a su memoria la muerte vicaria de su Salvador. ¡Comience a darle gracias en alta voz porque Él quitó su culpa, porque Él pagó su deuda una vez y para siempre! De esta forma, Satanás se pondrá en retirada. Porque en la cruz del Calvario se hace evidente la prueba de su completa obra de redención, y el pago de la deuda es un hecho real. Así lo dice Colosenses 2:14:«Anulando el acta de los decretos que había contra nosotros, que nos era contraria, quitándola de en medio y clavándola en la cruz». Por esta razón, cuando aparezcan tentaciones de esta naturaleza en su vida, cuando usted se sienta culpable por cosas que el Señor ya le perdonó, acuda inmediatamente a la cruz del Calvario y refúgiese en Cristo, ¡quien pagó nuestra deuda!

Pero, es menester que aceptemos una exhortación más. ¡El diablo tendría mucho menos posibilidades de afligirnos y fastidiarnos si viviésemos más cerca de la cruz del Señor! ¿En qué momento el acusador tiene mayores posibilidades de llevar a la angustia a los hijos de Dios? ¡Cuando éstos se apartan de la cruz, cuando la prueba de su liberación desaparece de la perspectiva! Por esa razón, busque la cruz cada día. ¡No deje pasar ninguna jornada sin haberse ocupado del Calvario! Aquel que se ocupa diariamente con Cristo, estará pensando en la cruz. Y quien piensa en la cruz, piensa en Cristo. La cruz constituyó -en verdad- la primera y única posibilidad que nos fue dada para tener comunión con Dios, para poder llegar cerca de El; y es por medio de la cruz que hoy en día podemos tener comunión con el Padre celestial y con Su Hijo Jesucristo. ¡Al permanecer próximo a la cruz, usted estará dando muestra de su confianza en la obra del Calvario y diciendo, a la vez, que cree en la liberación de la culpa! Pablo lo resume así, cuando le escribe a los corintios, en su primera carta, cap.2, vers. 2:«Pues me propuse no saber entre vosotros cosa alguna sino a Jesucristo, y a éste crucificado».

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