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Autor: William MacDonald

Así como nuestro Señor es el autor y consumador de la fe, también es el inventor y primer ejemplo de compromiso. Para saber lo que se quiere decir con esa palabra, estudiaremos la vida del Hijo de Dios.


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PE2211 – Estudio Bíblico
Compromiso total II (3ª parte)



¿Qué tal amigos? Habíamos hablado de que no hay duda de que el Señor es digno de lo mejor de nosotros, y nos habíamos preguntado: “¿Se lo daremos?”

El Antiguo Testamento abunda con ejemplos de consagración. Hombres y mujeres dedicados que cruzaron el escenario de la historia, llevándonos a admirar su devoción incondicional. Una persona en la que podemos ver una dedicación sobresaliente es Abraham. Su obediencia a la voluntad de Dios sobresale cuando se dispone a ofrecer a Isaac.

Todo comenzó en Beerseba, como setenta y cinco kilómetros al suroeste de Jerusalén. Abraham vivía allí con su familia. La ciudad estaba sobre una ruta de intercambio, que unía a Egipto con Hebrón, Belén, y el norte.

El día había comenzado como muchos otros. No había ninguna indicación de que sucedería algo en especial, de que se haría historia, de que se rompería la rutina ordinaria de la vida. En un momento, Abraham escuchó que Alguien lo llamaba por su nombre.

“Abraham”.

“Heme aquí”, contestó.

Y, entonces, vino la Orden para Entregar el Corazón

Una orden extraordinaria: “Toma ahora tu hijo, tu único, Isaac, a quien amas, y vete a tierra de Moriah, y ofrécelo allí en holocausto sobre uno de los montes que yo te diré.”

No había dudas de Quién estaba hablando. Era el Señor. Y nada de lo que había dicho fue malinterpretado. Se trataba del único hijo del patriarca, hijo que había tenido un nacimiento especial. Abraham tenía cien años cuando nació Isaac, y Sara noventa y uno. Éste era el hijo a través del cual Dios había prometido levantar una posteridad innumerable y bendecir a todas las naciones.

Probablemente Isaac tendría veinticinco años, y aún era soltero. Y Dios estaba ordenándole a su padre, Abraham, que lo ofreciera como holocausto. Jehová especificó hasta el lugar, uno de los montes de Moriah.

El mensaje era paralizante. El Señor nunca antes había ordenado un sacrificio humano, pero ahora lo estaba haciendo. Parecía como si Jehová estuviera hundiendo sucesivas veces un cuchillo en el corazón de Abraham. Él no dijo simplemente: “Tu hijo”, sino dijo: “Tu único.” Y no contento con eso, Dios nombró al hijo, “Isaac,” y la agonía final, “a quien amas”. “Tu hijo – tu único – Isaac – a quien amas.”

Esto exigía una: Obediencia Incondicional

Éste no era momento para preguntas. No había tiempo para discutir con Dios, ni para pedir prórrogas. Abraham recibió la orden y estaba listo para obedecer. En su preparación, sin duda alguna, se retiró temprano para un buen descanso nocturno. (¿Cómo podría un padre descansar en esas circunstancias?)

Para el amanecer, él ya estaba despierto. Allí estaba el asno para ser ensillado, el cuchillo y el hacha para ser afilados, y leña para realizar un holocausto. Todo, menos el animal para el sacrificio. Los dos jóvenes siervos estaban preparados. Y – ¡oh sí! – Isaac. No podían salir sin él.

Quizá fue bueno que Abraham se mantuviera ocupado. No había tiempo para pensar en lo que se venía. Tendría mucho tiempo para eso en las horas que seguirían. Humanamente hablando, los pies del padre deberían haberse sentido tan pesados como el plomo. Pero, por alguna razón, no fue así. Parecía estar siendo impulsado por una influencia especial de fortaleza y gracia.

Así que se dispusieron a emprender un viaje que duraría tres o más días. Y, entonces, la mente de Abraham comenzó a correr. De seguro sintió una masa enredada de emociones conflictivas. ¡Cuánto había esperado que se cumpliera la promesa que Dios le había hecho de tener un hijo! Cuánto se había enorgullecido y satisfecho el día en que el bebé nació. Cómo había contemplado al niño crecer, embelesado con un amor demasiado grande para expresarse con palabras.

Entonces pensó en la promesa de Dios. Descendientes numerosos como las estrellas del cielo y la arena del mar. Se volverían una grande y poderosa nación, y todas las naciones de la tierra serían benditas en su simiente. Isaac era aquel por quien esto sucedería.

Pero ahora, Dios le decía a Abraham que sacrificara a Isaac. Eso anularía las promesas. ¿Cómo podrían cumplirse si Isaac moría sin haberse casado? Aun si el patriarca pudiera tener otro hijo, no serviría, ya que Dios había dicho: “En Isaac te será llamada descendencia.”

Abraham debió estar embargado por: Océanos de Emoción

Es entendible que el anciano estuviese quieto la mayor parte del viaje; durante tres días apenas esbozó alguna palabra. El asno caminaba pesadamente, cargando al amoroso padre hacia el destino. Seguramente, Abraham se lamentaba ante la muerte inminente de Isaac. Cada vez que echaba un vistazo a su buen hijo, sus ojos sin duda se inundaban de lágrimas. No se atrevía a mirarlo por mucho tiempo.

Pero entonces, pensaba en el Señor. “Después de todo, Dios ha hecho esas promesas, y no hay nada tan seguro como la Palabra de Dios. Si Él lo dice, así será. Él no puede mentir. Él no puede engañar, ni ser engañado. Y lo que para el hombre parece imposible, es posible con Dios. Si Dios ha prometido una numerosa posteridad por medio de Isaac, y si Él está ordenando que Isaac sea sacrificado, entonces hay sólo una solución: Él lo levantará de los muertos.”

Quizá Abraham se sintió espantado por la audacia de su propia fe. Él nunca había escuchado nada acerca de la resurrección. Pero, conociendo a Dios como lo conocía, se dio cuenta de que eso era una necesidad moral.

¿Quizás podríamos imaginar que en la noche durmió cerca de Isaac, palpando sus hombros para asegurarse de que aún estaba allí, atesorando estas últimas horas juntos?

Ya habían pasado por Hebrón, y ahora pasaban por Belén. Viajando a través del paisaje, con campos pedregosos a ambos lados, en el rostro de Abraham se marcaba una lúgubre determinación:

“Hacia Moriah”

Al tercer día llegaron al borde de un monte, uno que bien podría llamarse “Monte del Quebrantamiento.” Por primera vez pudieron mirar al norte, y ver las formas de color ocre del Monte Moriah. Allí, Abraham se enfrentaría a la mayor prueba de su vida. Isaac moriría y sería totalmente consumido por el fuego, en un acto de adoración a Dios. Seguramente Abraham estaba agitado, e Isaac lo notaba pero no decía nada.

Finalmente, el padre rompió el silencio. Se volvió hacia los dos jóvenes y les dijo: “Esperad aquí con el asno, y yo y el muchacho iremos hasta allí y adoraremos, y volveremos a vosotros.”

¿Cómo es esto? “¿Volveremos a vosotros?” ¿No habrá querido decir: “Yo volveré a vosotros?” No, él sabía lo que estaba diciendo. “Volveremos a vosotros”.

Por alguna razón, padre e hijo tuvieron que caminar solos las millas que restaban. Nadie más compartió la intensidad del último tramo del viaje. Abraham tomó la leña y la ató a la espalda de Isaac. Quedaban la antorcha y el cuchillo para cargarlos él. Todos los componentes para un sacrificio vivo.

¿Habrá habido una conversación animada entre este anciano y su ágil y atlético hijo? No lo sabemos. Pero, no hay indicios de discusión, reticencia, o pesadumbre. No parece haber habido ningún pensamiento de volver atrás. Ambos continuaban caminando. Todo era muy increíble, y muy irreal.

¡Les esperaba la mayor prueba de fe!

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