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Autor: William MacDonald

Nada puede compararse a lo que sucedió en el Calvario. Nadie, ni en su más alocada imaginación, podría haber llegado a concebir una historia tan sublime, tan asombrosa, de tal alcance, en el tiempo y en las consecuencias. Por eso, las personas por las cuales Jesucristo murió, no pueden negar Sus justos reclamos, ni sucumbir en un cristianismo tedioso, ni vivir por el placer egoísta. ¡Nuestra redención demanda nuestra consagración total!


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PE2206 – Estudio Bíblico
Compromiso total I (3ª parte)



Hola! Cómo están? Habíamos dicho que las personas que han logrado llevar vidas totalmente consagradas y comprometidas, es porque han visto quién es Jesús, lo que Él ha hecho, lo que son ellos en contraste, y las bendiciones incomparables que fluyen hacia ellos desde el Calvario.

Analizando el punto “quién es Jesús” habíamos visto que Él es Único, Verdadero Hombre, Sin Pecado, y Él es Dios.

El segundo punto que mencionamos fue: ¿Qué fue lo que Él hizo? Y dentro de este punto comenzamos a hacernos preguntas. Como por ejemplo: ¿Dios puede morir? Y ahora continuamos con otra pregunta:

¿Quién dirigió las cosas?

Hay una pregunta más por responder. Si el Sustentador de todas las cosas había muerto, ¿quién dirigió el universo durante los tres días y noches en que Su cuerpo yació en el sepulcro? La respuesta es que cuando Jesús murió, sólo Su cuerpo fue a la tumba. Su espíritu y Su alma fueron al paraíso (Lucas 23:43), o sea, al cielo (2 Co. 12:2, 4). No existió lapso alguno en que Él no estuviera en completo control. En un momento, estuvo en la tierra, sosteniendo todas las cosas por el poder de Su palabra. Inmediatamente, fue al paraíso, donde siguió controlando todas las cosas sin interrupción.

La impresionante verdad que implica que el Ser Supremo se diera a Sí mismo como sacrificio por nosotros, es totalmente asombrosa. Los esfuerzos más brillantes por describirla, serían poco más que balbuceos. Todo idioma bajaría la cabeza avergonzado. Es abrumador para el cerebro reconocer que lo que sucedió en el Calvario no fue homicidio, o sea el asesinato de un humano a mano de otros humanos. Ni tampoco fue genocidio, la destrucción de un grupo racial o étnico. Fue un deicidio, el asesinato de la deidad.

Charles Spurgeon, preguntó: “¿Quién hubiese pensado que el gobernador justo moriría por el rebelde injusto? Esto no es enseñar mitología humana, ni soñar con imaginación poética. Este método de expiación es conocido entre los hombres, sólo porque es un hecho. La ficción jamás lo hubiera podido inventar. Dios mismo lo decretó. No es algo que podría haberse imaginado.”

Me temo que llegamos a desarrollar una familiaridad tan mortal con las palabras de la Escritura, que pierden Su impacto en nosotros. Decimos: “El Hijo de Dios me amó y se dio a Sí mismo por mí”, pero no suspiramos ni lagrimeamos. Recitamos sin pensar versículos similares, con poca o ninguna emoción. Predicamos esta verdad tan insensible e insípidamente, que no nos lleva a nosotros ni a nuestros oyentes a caer de rodillas. Somos culpables de lo que alguien alguna vez llamó la maldición del cristianismo de ojos secos. Necesitamos volver, constantemente, a la asombrosa realidad de que fue nuestro Salvador y Dios quien murió por nosotros.

F. W. Pitt capta algo de la maravilla de todo esto, en las siguientes y memorables líneas:

El Creador del universo
Siendo hombre, por los hombres fue hecho maldición;
Los anuncios de la ley que Él había hecho,
Los pagó hasta el final.
Sus santos dedos hicieron las ramas
Que luego produjeron las espinas que le coronaron.
Los clavos que atravesaron sus manos se extrajeron
De lugares secretos que Él diseñó;
Él hizo el bosque de donde surgió
El tronco en el que su cuerpo colgó.
Murió en una cruz de madera,
E hizo el monte en el cual se afirmó.
El cielo que se oscureció sobre Su cabeza
Por Él fue esparcido sobre la tierra;
El sol que ocultó Su rostro de Él
Fue ubicado en el espacio por Su palabra;
La lanza que derramó Su preciosa sangre
Fue templada en el fuego de Dios.
La tumba en la que yació Su cuerpo
Fue esculpida en la roca que Sus manos habían formado;
El trono en el que hoy está
Había sido Suyo desde la eternidad;
Hoy una nueva gloria corona Su cabeza,
Y toda rodilla ante Él se doblará.

La maravilla de la muerte de Quien colocó las galaxias más lejanas en el espacio, crece aún más cuando consideramos el tipo de personas por las que Él murió. No es una imagen nada agradable.

Y así llegamos al próximo punto, que es: ¿QUIÉNES SOMOS NOSOTROS?

Todo el programa divino de la redención se vuelve aún más maravilloso cuando pensamos en las personas por quienes murió el Señor, aquellos que compró con Su propia sangre (según Hch. 20:28). Por supuesto, estoy hablando de nosotros mismos y de toda la raza humana.

Nos volvemos a preguntar, entonces: ¿Quiénes somos nosotros?

Somos: Insignificantes

En el universo del telescopio Hubble somos microscópicamente pequeños. Vivimos en un planeta que no es exactamente el más grande de los que Dios ha creado. De hecho, nuestra tierra no es más que una partícula de polvo cósmico, lo cual implica que nosotros somos enanos microscópicos en una partícula de polvo cósmico. Un físico dijo que los humanos son “partículas de materia auto reproducibles, en un pequeño planeta que comparte su órbita junto a otra docena, alrededor de una estrella ordinaria en una de las billones de galaxias existentes.” El reconocimiento de nuestra insignificancia hizo que el salmista se hiciera esta seria pregunta: “¿Qué es el hombre, para que tengas de él memoria, y el hijo del hombre, para que lo visites?” (Sal. 8:4).

Somos: Frágiles

No sólo somos minúsculos, somos frágiles mortales formados de nada más sustancioso que el polvo y el agua. Un día estamos en todo nuestro vigor atlético, y al otro somos apaleados por un virus resistente. En un momento somos capaces de manejar los problemas cuando aparecen. Y luego, cuando nos enfrentamos con algún accidente o enfermedad, nos volvemos casos emocionales perdidos.

Somos: Perecederos

Somos pasajeros. A la luz de la eternidad, nuestra vida en la tierra apenas se registra en la línea del tiempo. Nuestros poetas han asemejado la vida humana a un suspiro, una nave veloz, un vuelo de águila, una sombra, un palmo, un sueño. La vida es como el humo, el vapor, la hierba, las flores, la lanzadera de un tejedor. Spurgeon redujo nuestra biografía a cuatro palabras: Sembrados. Nutridos. Soplados. Muertos.

Somos: Malvados

Es aún peor el hecho de saber que no somos personas agradables. Eso es probablemente algo que en la actualidad subestimamos. Todos somos pecadores y el pecado ha afectado cada parte de nuestro ser. Aunque quizá no hayamos cometido todos los pecados conocidos, somos capaces de hacerlo. Nos asombra el comportamiento de otros, olvidando que somos capaces de hacer cosas peores. Lo que somos, es peor que cualquier cosa que hayamos hecho. Nuestro potencial de maldad es monstruoso. El profeta Jeremías nos recordó que el corazón del hombre es “engañoso… más que todas las cosas, y perverso” (Jer. 17:9). Ninguno de nosotros se da cuenta de la profundidad de nuestra depravación personal.

Somos: Impuros

Bildad, uno de los llamados consoladores de Job, lanzó el peor menosprecio cuando dijo que si, en la medida que concierne a Dios, “ni aun la misma luna será resplandeciente, ni las estrellas son limpias delante de sus ojos; ¿cuánto menos el hombre, que es un gusano, y el hijo de hombre, también gusano?” (Job 25:5-6). Al menos Isaías fue un poco más delicado, cuando dijo que los habitantes de la tierra son como langostas para Él, que se sienta sobre el círculo de la tierra (Is. 40:22).

Somos: Aborrecedores de Dios

En nuestros días de incrédulos, no amábamos a Dios con toda nuestra alma y mente, todo nuestro corazón, y con todas nuestras fuerzas. Más bien decíamos: “Apártate de nosotros, porque no queremos el conocimiento de tus caminos” (Job 21:14). Con frecuencia, nos sentíamos incómodos al pensar en Dios. Ante otros, sentíamos vergüenza de hablar de Él. Podemos recordar momentos en que nos sentíamos felices sólo cuando lográbamos olvidarlo, y tristes sólo cuando nos acordábamos de Él. Ninguna deidad cósmica iba a controlarnos. Para ser francos, estábamos en guerra contra Él. O, en las palabras del Mayor André:

“Contra el Dios que hizo el cielo,
Peleamos con las manos en lo alto;
Despreciamos la existencia de Su gracia,
Con demasiado orgullo para buscar un refugio.”

En el próximo programa seguiremos viendo más características que terminarán de responder la pregunta ¿quiénes somos nosotros? Por hoy el tiempo se ha acabado. ¡Así que hasta entonces y qué Dios les bendiga!

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